Cracovia Crónica 2014


Texto de Oscar M. Prieto { http://oscarmprieto.com/
Fotos (CC) de Stan Baranski { http://stanbaranski.info
Foto de la cabecera: Colina de Wawell: el castillo

 

Sobre el autor
Oscar M. Prieto, según cuenta, para justificar parte de sus viajes, decidió escribir un libro. Berlín Vintage veía la luz hace un par de meses y pronto saldrá a la venta la segunda edición. La novela –la quinta del escritor leonés–narra la historia de Aldous, un tipo que recorre el mundo tras las huellas de Caravaggio. En ella no recala en Cracovia, y quizás por ello decidió escribir este reportaje para ExPERPENTO.

No hay cuento verdadero sin dragón, ni ciudad con dragón que no sea de cuento. Así es Cracovia, una ciudad de cuento y también de película, cuyo origen lo remonta la leyenda al príncipe Krak quien, ayudado por un astuto zapatero, dio muerte al dragón que diezmaba los rebaños y que tenía su guarida en la colina de Wawel. Volveremos aquí.

Por las calles de Cracovia es fácil encontrarse con carteles que anuncian logopedas, incluso en una enorme valla publicitaria de carretera. Lejos de sorprenderme esta peculiaridad que no conozco en otra ciudad, la asumo como comprensible y lógica por el convencimiento de que pronunciar el polaco con tantas consonantes juntas seguro que tiene consecuencias que necesitan de un especialista. No es problema para el viajero, pues todo el mundo habla inglés también y se hacen entender –aunque pienso que siendo como es Polonia una nación católica, mejor sería que hablaran español pues ya sentenció Unamuno: «Dios habla español».

Volvamos a la Colina de Wawel. Allí nos encontramos con un castillo, una catedral y aunque ya no hay dragón, en una de las salas del Museo de los Príncipes Czartoryski nos espera un pequeño armiño blanco de una belleza extraordinaria, no en vano, es una de las obras maestras de Leonardo da Vinci. Solo se conservan tres óleos del artista en el mundo y este La dama del armiño es uno de ellos. Pese al título, más que en la dama –una de las amantes de Francisco I– yo me fijo en el armiño. Ya va siendo hora de que abandonemos el antropocentrismo. No somos el centro de la creación.

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Santos abandonados en el barrio de la universidad

Cracovia es el lugar propicio para erradicar este tipo de vicios ególatras. La Universidad de Cracovia fue la alma mater –madre nutricia– de Nicolás Copérnico, quien escribió uno de los libros más revolucionarios de la historia de la humanidad: De revolutionibus orbium coelestium. Sin que le temblara el pulso apartó al planeta Tierra del centro equivocado que había ocupado y situó en ese mismo centro, pero ahora justo, al sol. Quizás desde nuestra distancia no podamos apreciar cómo y cuánto afectó este cambio de canicas a sus contemporáneos, lo que está claro es que la teoría heliocéntrica de Copérnico puso patas arriba el universo físico, mental, religioso e íntimo de todos ellos. Tal vez por esto, el autor se guardó bien de las consecuencias, postergando la publicación del maldito libro hasta que él mismo ya no se encontrara entre los vivos. En el Collegium Maius se encuentran algunos instrumentos con los que este sabio midió estrellas y cielos y la visita no dura demasiado.

Dejemos los cielos y volvamos a la tierra, a las entrañas de la tierra. Muy cerca de Cracovia –se puede ir en bus urbano– se encuentran las Minas de sal de Wieliczka. Una buena elección para días calurosos, pues a tal profundidad la temperatura, se mantiene en unos agradables 15º. Durante más de 700 años los mineros han extraído de ellas la sal para nuestras ensaladas y en sus ratos libres se han dejado llevar por su vis artística. El paseo por sus galerías –el tour dura tres horas, a lo largo de las cuales se avanza por túneles y grandiosas salas que es difícil concebir que existan bajo tierra– termina por convencer de que no solo de sal vive el hombre y de que incluso en las condiciones más duras y miserables, incluso en la oscuridad o quizás precisamente por la oscuridad, el ser humano necesita de la luz de la belleza: el arte es la expresión de esa necesidad, ya sea creación de un genio o realización de un humilde minero. El espacio más llamativo de toda la visita es la Capilla de San Kinga (54x18x12), en la que los mineros escultores han dejado muestra evidente de su dominio de la sal, capaces de representar incluso La última cena de Da Vinci con un asombroso punto de fuga. Arañas de cientos de cristales de sal cuelgan del techo y derraman una luz irreal sobre este espacio flanqueado y presidido por altares, vírgenes y santos, ante los que se arrodilló el arzobispo Wojtyla.

De vuelta a la superficie, de nuevo en Cracovia, al entrar en la Iglesia de Santa María no hay brida que sujete la mirada al suelo y se eleva por los vertiginosos pilares góticos que se cierran en una bóveda nervada y policromada de azul y oro que, en lugar de con techo, cubre con cielo estrellado el templo. Uno es de León y acostumbrado a la sobria belleza de la piedra desnuda de la Pulchra Leonina, no deja de asombrarse al contemplar el espectáculo de una catedral coloreada o ante el políptico retablo del altar mayor.

Dejemos lo divino tranquilo y volvamos a lo humano, a lo también humano, a la otra cara de lo humano, en el otro extremo de lo que el ser humano –el mismo que pinta deliciosos armiños y levanta soberbias catedrales– es capaz también de cometer. Cojamos un bus o el tren –paisajes boscosos, animales salvajes– y salgamos de Cracovia. Nos dirigimos a Oswiecin. Nada nos dirá este topónimo, sin embargo todos lo reconoceremos por el nombre germano: Auschwitz. Auschwitz-Birkenau, el mayor campo de exterminio y barbarie de los nazis. Visita por los pabellones, comedores, letrinas, calabozos, el patio del paredón, las cámaras de gas en las que fueron asesinados un millón cien mil seres humanos. Es una cifra que se puede entender, pero no comprender. Es un dato objetivo y aséptico que, al ir caminando por este campo silencioso –pese a los cientos de turistas– se le va insuflando sustancia, sentido, sinsentido y de pronto, quizás cuando ves las dos toneladas de pelo humano, o la habitación llena de gafas de los presos o de maletas de los presos o de zapatos de los presos o de cepillos de dientes de los presos, de las víctimas que allí fueron ajusticiadas, mujeres, niños y hombres –sin otro delito que el de ser judíos o maestra de piano– este número enorme se convierte en monstruoso y no sabes si llorar, si tienes siquiera derecho a llorar. Deja mal cuerpo, claro. Es obligado. Birkenau, «bosque de abedules», a los que se entraba por la puerta de la muerte y solo se salía por la chimenea. Recibe al visitante esta cita de Jorge Santayana: «Quien no conoce la historia está condenado a repetirla».

¿Qué hacer después de esto? La vida sigue y por suerte en Cracovia hay muchos bares.

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Carruaje en Rynek Glowny. Santa María al fondo

Stare Miasto, la ciudad vieja de Cracovia es un maravilloso conjunto monumental. El centro lo marca con la intensidad de un potente campo magnético la Rynek Glówny, una de las mayores plazas medievales que he conocido y de la que parten los paseos en carroza blanca tirada por caballos. Como el casco histórico es prácticamente peatonal, el único ruido que se oye –sí, Cracovia es silenciosa, pese al bullicio y la alegría de las multitudes que pasean por sus calles, y esto la hace más hermosa aún– es el de los cascos de los caballos sobre el adoquinado.

En Cracovia he descubierto dos de los trabajos o profesiones más peculiares de los que tengo noticia. Uno de ellos es el de acompañante del conductor de estas carrozas, cuya función es coger los excrementos de los rocines con una especie de cazamariposas antes de que lleguen al suelo. El segundo me costó más divisarlo, lo localicé en una de las torres de la Iglesia de Santa María, la más alta. A cada hora en punto, un hombre da la hora con un toque de trompeta, cuatro veces, en cada uno de los puntos cardinales. El toque se interrumpe a mitad de una nota, en memoria de un vigía que cuando vio llegar a los tártaros dio la señal de alarma, hasta que una flecha le atravesó la garganta.

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Viejos y caóticos tejados, la colina de Wawel y panorama montañoso

Olvidémonos de la hora. El triple muro que rodeaba la ciudad fue derribado y el foso cegado y todo este sistema defensivo fue transformado en parque, el Parque Planty que se ajusta como anillo a la ciudad vieja y le aporta el frescor y el color verde, tan beneficiosos para el ánimo de ciudadanos y turistas, además de la calma de los grandes árboles. Es por esto que no necesitamos atravesar muralla alguna para llegar Kazimierz: el barrio judío. Bares con patios, patios en los que florecen hortensias y otras flores, bares con velas en las mesas y con muebles antiguos y fotografías de antepasados, cualquiera de ellos es lugar apropiado para brindar y disfrutar del merecido cansancio.

Todo viaje, igual que todo cuento, tiene su final. La última noche que pasamos en Cracovia (viajar solo está bien, pero mejor con Laura, Guillermo y Carnicerito IV) fue la del solsticio de verano. Durante todo el día habíamos visto que las chicas llevaban coronas de florecillas, no sabíamos por qué. Cercana la medianoche, seguimos –sin preguntar qué sucedía– a la multitud que, desde todas las calles y callejas, se dirigía al río, al Vístula. Al dar las doce campanadas, la mujeres tiraron sus coronas al agua, eran su ofrenda al joven sol, quien agradecido por tantas jóvenes devotas las compensaría con buena fortuna.

Que es lo que yo deseo a todos los viajeros: fortuna propicia para sus viajes.

Lee el artículo sobre este disco en el ExPERPENTO de diciembre 2014 -enero 2015:
Enlace directo: http://issuu.com/experpento/docs/experpento_dicyene/8?e=2897458/10322094

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