MARRAKECH


Galo Martín.-
Fotografía David Dennos www.flickr.com/photos/davidden/

Un skyline en forma de encefalograma plano, salvo por el minarete de la Koutoubia, habla de la importancia de la tradición y del respeto a unos valores. En la ciudad de los tonos rojos el turista occidental de turno extrañará los edificios de gran altura. Bienvenido a un mundo donde los negocios se hacen en la calle. Con un puñado de Dirhams (moneda oficial de Marruecos), paciencia para regatear y un té a la menta, ¿quién querría estar en la planta 45 de un rascacielos?

Marrakech, puerta del desierto, custodiada por las nevadas cumbres de los Montes Atlas, nace de la unión de dos herencias: la francesa (fue protectorado de aquel país) y la árabe. Una ciudad dividida por una muralla. Intramuros se encuentra La Medina, el casco antiguo. Extramuros está Guéliz, la zona moderna. ¿Cuál es el camino a seguir para no perder su identidad?

La Medina representa aquello que el viajero quiere descubrir cuando decide ir a Marrakech. La Plaza de Djemaa el Fna, torrente de sensaciones, constituye un tributo para los cinco sentidos. La ciudad late al ritmo que marca este peculiar enclave, inmortalizado por Alfred Hitchcock en El hombre que sabía demasiado. Carros sin caballos en forma de puestos de zumo de naranja, mujeres cubiertas por velos que tatúan con henna, encantadores de serpientes, etc., van dejando paso, a medida que cae el sol, a puestos de comida; el olor de las especias impregna el ambiente, cuenta-cuentos, músicos y todo tipo de actividades que uno pueda imaginarse. Djemaa el Fna no duerme, su máxima parece que la hubiera escrito el mismísimo Freddy Mercury, The show must go on. Y todo ello, contemplado desde cualquiera de las terrazas de los cafés que rodean a la plaza…, no tiene precio.

Para descubrir el entramado laberíntico del Zoco hay que adentrarse en él y no evitar perderse. Existe la posibilidad de hacerse con los servicios de un guía, de los muchos que se encuentran pululando por los alrededores de Djemaa el Fna, en busca de turistas despistados. A cambio de unos Dirhams, aquí nada se hace de manera altruista, este buen hombre llevará a su presa a los puestos donde tiene concertada una comisión, vendiéndole la idea de que está comprando auténticos productos bereberes. El azar, la casualidad, la aventura, etc., son palabras que reflejan fielmente la realidad de este mágico lugar, común en los países árabes. El horror vacui es manifiesto en su interior.

Calles atestadas de gente, puestos llenos de babuchas, teteras, cachimbas, chilabas; bicicletas, ciclomotores y carros, parece que sus habilidosos pilotos contasen con la telemetría de Fernando Alonso, ¡nunca se chocan con nada! Cada pequeño local que puebla el Zoco tiene a su dueño, sentado, llamando a sus clientes al grito de ¡Amigo! Un ¡Hala! por cualquiera de los equipos de fútbol europeo suele ser un buen reclamo, una manera de ganarse la amistad y la posibilidad de que este turista, con las defensas por los suelos, compre algo en su negocio.

Aquí comienza la experiencia vital del viaje a Marrakech, el arte del regateo. En ese momento uno comprende el gusto de los más pequeños por Robinho, Figo, Ronaldinho, etc., es una declara-ción de intenciones que no deja lugar a la duda. Por lo visto, el negociar los precios es una práctica desconocida por los norteamericanos, según cuentan los marroquíes, ¿lo aprovecharán en su favor? No les quepa duda. Un tira y afloja entre vendedor y cliente. El precio inicial nada tiene que ver con el que se salda la transacción económica final. El timo y la ganga están separados por una línea muy fina que sólo los hábiles y pacientes sabrán cruzar. Último precio, dos pa-labras que hablan del intento desesperado por vender o por despistar al confiado comprador. La universidad de la calle tiene aquí a sus mejores alumnos. El forastero tiene la sensación de que el Zoco se prolonga más allá de los límites reconocidos por las guías de viajes, tan útiles en ocasiones como represoras en otras. El gentío, los puestos de comida, el olor tan característico de ésta, pequeñas tiendas de artesanía, etc., no dejan de sucederse por las calles de la ciudad, así hasta llegar a los Palacios de Badii y Real.

Guéliz es la herencia de aquel viejo protectorado francés que antaño fue Marrakech. Su centro neurálgico es la Plaza de Correos o del 16 de Noviembre. Avenidas anchas, boutiques, lujosas vivien-das, como símbolo del capita-lismo occidental, complejos hoteleros, un club de tenis y los cafés, románticos cafés al estilo parisino, como por ejemplo el Café de la Posta y el Negociants. Sus cómodas y grandes sillas de mimbre orientadas a las glorietas, como si éstas fueran un digno espectáculo que contemplar. No deja de ser una experiencia interesante, mientras se disfruta de un té a la menta, rodeado de hombres, contemplar la complejidad del tráfico y a los transeúntes que pueblan las calles.

Conseguir un cigarro y que a uno le limpien los zapatos no será difícil, los que ofrecen esta clase de servicios saben dónde encontrar a su clientela. La mujer es en este lugar un extraño de dudosa bienvenida. Al contrario de lo que se pueda pensar, no todas llevan velo. La mirada de la mujer marroquí cautiva al que se cruza con ella: ojos tan bellos sólo se pueden encontrar en este rincón del planeta.

El calor, que se prolonga desde primera hora de la mañana hasta la caída del sol, se puede combatir refugiándose uno en el Jardín Majorelle, un pequeño oasis dentro de otro, con un gran número de plantas y árboles exóticos. En su interior se puede ver la que fue vivienda del diseñador Yves Saint Laurent, hoy Museo de Arte Islámico. Se entiende que en estas latitudes el modisto encontrase la inspiración para traer al mundo la denominada sahariana, tan de moda en la actualidad.

La Medina y Guéliz, dos ciudades, aparentemente distintas, que forman una, Marrakech. Sin esas dos mitades nada tendría sentido. La ciudad se rige a otro ritmo. Un caos aparentemente ordenado, siguiendo los dictados de Alá, otro nombre, el mismo Dios…, para aquellos que quieren creer en algo porque les asusta la idea de soledad. Una circulación imposible fruto de la mezcla de ciclomotores, bicicletas, carros tirados por caballos, calesas, coches, y taxis. Adelantamientos por la derecha, cedas, stops, pasos de cebras, semáforos ignorados. El peatón necesita de su pericia, si la tiene, para salir indemne al cruzar una calle. La paradoja radica en el hecho de que nadie, pocas personas lo hacen, se queja, es como si todo el mundo aceptase su rol. Por otro lado, no es extraño ver que sea el forastero el que se muestre disconforme y tienda a comparar ese caótico tráfico con el de su país… Donde fueras haz lo que vieras. ¿La policía? A la sombra y fumando un cigarro, tranquilamente. No transmiten un gran entusiasmo a la hora de hacer su trabajo. Cada vez que hacen el esfuerzo por dirigir la circulación pocos son los que respetan sus indicaciones. Y vuelta a la sombrita.

Una vez en el aeropuerto de Menara, impersonales lugares de idas y vueltas, de risas y llantos, de holas y adioses, tierra de nadie, tendrá la sensación de que Marrakech es ya un bello recuerdo, un oasis en el desierto, nunca un espejismo.

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