Quizá sea su luz, que tiñe de azules las fachadas de las mezquitas, de verde sus jardines, de ocre los minaretes y de amarillo rojizo su sol; quizá sea su olor, dulcemente afrutado; o su sabor, tímidamente especiado; o tal vez sean sus gentes, de piel castaña y mirada limpia y amplia… Fuera lo que fuese, el visitante respira magia cuando llega a Estambul.
Mar Marcos Molano
Amanece en la ciudad de Estambul. El visitante inquieto se lanza a recorrer sus callejuelas estrechas y apretadas; sus habitantes iniciaron su jornada hace horas, sin reparar en la atmósfera que cada día respiran en una ciudad sencillamente especial. Y uno no sabe por dónde empezar. El Bósforo separa no sólo la ciudad, sino sus usos y costumbres; el Cuerno de Oro (haliç) enviste y divide la parte antigua (europea) de la parte moderna (asiática). Si bien es cierto que se respira un aire cosmopolita, la mayor parte de la población es de religión musulmana, por lo que es frecuente ver a las mujeres con la cabeza, brazos y hombros cubiertos con pañuelos. Pasear las calles es un lujo para los sentidos: los colores de las alfombras colgadas de las paredes blancas, el olor de las especias, que se amontonan unas sobre otras en un delicado concierto de olor, color y sabor… y, sin quererlo, uno se encuentra en la Plaza de Sultanahmet, después de pasar por varios mercados donde las frutas muestran sus brillos más apetecibles. Y allí, entre reflejos azules y grises, la suprema elegancia de la Mezquita Imperial, ésa que todos conocemos como Mezquita Azul. Traspasando sus muros, la mezcla de azul y blanco de los azulejos de Iznik deja al visitante absorto durante unos minutos, mientras observa el rezo de hombres (en el patio central) y mujeres (en los laterales) en extraordinario silencio.
Aún con los sentidos inmóviles saliendo de la mezquita, parece emerger, como por arte de magia, el antiguo Hipódromo. Y uno no puede por menos que intentar imaginar cómo sería una carrera de carros entre el Obelisco de Teodosio, la Columna Serpentina y la Columna de Constantino. Allí sentado, uno escucha un guía que habla a un grupo de visitantes sobre la creación de la ciudad: «…cuentan que los pobladores de Megera, en 650 a.C., bajo las órdenes de Byzas, abandonaron sus tierras para establecerse en otro lugar. Consultaron al oráculo de Delfos donde los adivinos del templo de Apolo aconsejaron a Byzas establecerse en la zona opuesta al «país de los ciegos». Detuvieron su marcha en unas tierras desde las que vieron que una población se había establecido en la ribera opuesta sin contemplar las ventajas del otro lado, decidieron, pues, que esas gentes debían estar seguramente ciegas…» ¡Absolutamente ciegas!, es imposible sucumbir a los encantos de una tierra tan rica como ésta, puente entre oriente y occidente, centro de culturas y artes… Tras visitar la Basílica de Santa Sofía, las cúpulas escalonadas y los minaretes de la Mezquita Imperial de Süleymaniye y el impresionante conjunto de azules, verdes, púrpuras y rojos que colorean los elegantes muros de la Mezquita de Sokollu Mehmet, el viajero se siente extasiado. Momento, sin duda para tomar un baño turco en el hammam más antiguo de la ciudad, el Cagaloglu Hamami de la parte antigua. La actividad recorre el hammam entre cuerpos húmedos cubiertos por una ligera toalla. Desde la primera sala (Camekan) a la última (Hararet), un escalofrío recorre la piel, y uno se siente uno de ellos. El tiempo parece retroceder y mientras uno espera en una plataforma caliente de mármol (Gobek Tasi) su masaje, parece que viera el espacio como un lugar de encuentro, con mujeres de otra época buscando la joven apta para casar a su hijo…
Un té ahora, por qué no. ¡Hay tantos salones de té (çay) en la ciudad!. Lugares pequeños y acogedores, habitualmente forrados con alfombras. Allí, lo que parece un grupo de estudiantes, acompaña su té de una pipa de tabaco de manzana muy suave (narguila). Aún queda tanto por ver, por sentir, por curiosear… Pero el olor del cordero cocinado con especias invade el ambiente. Los restaurantes se abren al estómago hambriento para ofrecerles shish kebab (cordero asado en un pincho), pizza turca o imam bayildi (sacerdote desfallecido), un delicioso estofado de berenjena, para estómagos vegetarianos.
La sobremesa se inicia con un paseo por el Bósforo. A ambos lados surgen construcciones palaciegas de una belleza sobrecogedora. Palacios como el de Topkapi, con sus curiosas salas, y con la Fuente de Ahmet III en la entrada; o el palacio de Dolmabahçe, construido para sustituir como residencia al anterior y que conserva el espectacular lujo de su mobiliario, decoración y objetos originales. La tarde va cayendo, y mientras uno pasea la calle Istiklal Cadessi del barrio de Taksim, centro de la ciudad nueva, recuerda que alguien le habló, antes de ir a Turquía, de una torre desde la que el ocaso es un espectáculo de naranjas, rojos y amarillos. No puede ser otra, es Torre Gálata, antigua torre vigía, prisión y observatorio, ahora un lugar para dejarse llevar más allá del sol… Va siendo hora de recogerse, pero caminando hacia el barrio de Galatasaray uno se encuentra con dos mercados cubiertos, el Mercado de Pescados y el Pasaje de las Flores, súbito un olor afrutado lo envuelve todo. Muy cerca se encuentra el Hotel Pera Palas, lugar donde, cuentan, se hospedaron famosos viajeros del Orient Express. Uno vuelve a escapar al tiempo al ver la vetusta fachada de la estación y de nuevo el aire se llena de magia…
Extenuado, impresionado, aún pensando que el día no ha sido sino un bello sueño, el viajero se retira. Volvería a verlo todo, una vez más, mil veces más, siempre descubriendo nuevas aristas a las mezquitas, nuevos rojos al sol, nuevos olores a las especias, ahora en el Bazar egipcio, nuevos objetos de inusitada belleza artesanal, esta vez en el Gran Bazar, nuevos sabores a la ciudad…
Ese viajero era yo y, años más tarde, al escribir estas líneas, aún recuerdo la magia de Estambul…