Texto de BiPaul
Hace muchos, muchos años, me desperté con un horroroso dolor de cabeza y un ardor de estómago de los que hacen época. El sudor me olía a alcohol, la lengua era lija pura, y un simple parpadeo suponía un alarde de valentía. Me arrastré al baño y tras hacer un largo pis, me senté agotado en la taza del water. Y fue entonces cuando lo vi. Mi frente lucía un flamante murciélago de alas rojas y fondo negro.
Mientras trataba de quitar el adorno a base de frotar -es inútil, os lo digo- hacía memoria de la noche, y entre lagunas y pantanos recordé como, en un ejercicio de democracia ebria, todos habíamos decidido pegarnos la enorme calcomanía de una marca de ron en un lugar tan poco visible como el frontón. Me acordé de la tía que las daba y sonreí hasta notar un pinchazo en el hígado. ¿Y con esto que quiero decir? Pues que lo de perder a uno en una ciudad desconocida no me parece tan complicado. De hecho, una vez fui yo el perdido –por usar el urinario y no la calle– con la buena suerte de que estábamos en Madrid y supe llegar a un bar en el que seguro, conocía a alguien que me aguantara la castaña.
La historia de las bajas en pleno desfase es un sello de esta saga que con Resacón en Las Vegas se metió en el bolsillo a todo bicho viviente: fue la comedia para mayores de 18 años más taquillera de todos los tiempos. Y no estamos hablando del público no cinéfilo, es decir, ese que sólo paga para ver leches, tías buenas, coches o echar unas risas, también de críticos de lo más petardos, que valoraron el hecho de que con semejante guión consiguieran rodar una película divertida y no un insulto a la inteligencia del espectador.
Y si salió bien una vez, la segunda tiene que salir mejor, porque ya está ensayada. En esta ocasión los jinetes del apocalipsis vuelan a Tailandia para asistir a la boda de Stu. Este, después de la gran experiencia de Las Vegas, decide que en vez de un fiestón como despedida va a ofrecer un tranquilo brunch. Lo que ocurre es de imaginar (no estamos viendo Los puentes de Madison) Se desfasan en los bajos fondos de la ciudad, y resacosos perdidos descubren que el cuñado -es decir, el hermano de la preciosísima novia- no está. Y ahí comienza la frenética búsqueda del susodicho por Bangkok.
No, no es la última gran joya del séptimo arte, pero tampoco creo que ese fuera el objetivo del director Todd Phillips cuando ideó la secuela mientras contaba los dólares que le había dejado su aventura en Las Vegas. Pero sí, sí que es divertida a rabiar. Para que no entendamos, no es bestia a medias, es bestia del todo. Deja lo políticamente correcto para las películas nominadas a los Oscar y hunde sus raíces en el humor más básico, y tal y como reza el subtítulo ¡ahora en Tailandia!, con lo que eso significa (chistes, chistes y chistes de lo más fino sobre la cultura oriental). El secreto de su éxito es que al salir del cine no piensas ¿y para esta jartá de tontadas he pagado yo? De hecho, al salir del cine, ni piensas. Sonríes embobado y ya está.
En el quipo artístico están los ya reconocibles pesos pesados: Bradley Cooper, Ed Helms, Zach Galifianakis y Justin Bartha. Hay algún cameo como el de Nick Cassavetes. Se dice y se cuenta que a Mel Gibsonno le dieron papelillo y que hay una escena de Liam Neeson que no sale en el producto final. En lo técnico también hay un equipo muy curtido en estas lindes de humor salvaje y comercial. Phillips dirije en base al guión de Scot Armstrong (Starsky & Hutch) y Craig Mazin (Scary Movie 4).
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