Milán, la ciudad efímera


Texto de SANDRA SÁNCHEZ
Fotografía de rdesai  (http://flickr.com/photos/picdrop/)

En cualquier novela, por mala o buena que sea, hay personajes planos y personajes redondos. Los secundarios responden a estereotipos y sirven a los principales. Estos están llenos de matices, acertados o no, que los convierten en seres complejos. Si el mundo fuera una novela, Milán sería un personaje redondo, cargado de caras y de matices.

Tenemos el Milán futbolero, pasional, casi irracional. Al lado crece el Milán del glamour, de las pasarelas, de las largas piernas y las voces engoladas. Más lejos, o más cerca, crece el Milán del misterio, del genio, de Leonardo… Entre lo divino y lo real nos topamos con el Teatro de la Escala, refugio de los que alimentan su alma al son del romanticismo de Verdi. Y allí está el Milán del Duomo, una mezcla de dos ambientes antagónicos: el de los beatos eternos y los turistas efímeros. Milán es todo eso, pero también es gente, es bullicio, es europeismo y cultura provinciana, es queso y helado de crema, es meca del arte y cúspide capitalista…

Aunque no sea muy normal comenzar un artículo turístico por asuntos deportivos, he decidido hacerlo así por la relación que este país tiene con el fútbol, algo que define en parte el carácter de su gente. Italia es al fútbol lo que el fútbol a la pelota. Esto se multiplica por 100 en una ciudad que con sólo 1.800.000 habitantes cuenta con dos equipos con solera como son el Inter de Milán y el AC de Milán. Ambos juegan los partidos locales en el Giusseppe Meazza, cuya construcción comenzó en 1926 en el barrio de San Siro. De hecho, como sabréis, ese fue su nombre primigenio. El actual lo lleva desde 1980 en honor al futbolista que jugó en los dos equipos de la ciudad. Es uno de los 23 estadios con cinco estrellas de la UEFA y allí se han disputado un par de Mundiales y una Eurocopa. Otro atractivo para los amantes del deporte es que a pocos kilómetros de Milán está Monza donde se encuentra uno de los circuitos más antiguos del mundo: la relación de Milán con la industria del motor es histórica. La gran velocidad alcanzada por coches y motos en este recinto ha sido lo que ha motivado sus continuas remodelaciones. Como ejemplo trágico contaremos que en la temporada de 1973 allí murieron cinco pilotos de moto en dos carreras, lo que forzó su ausencia de esta prueba durante varios años. Como dato actual para nostálgicos, en Monza anunció su retirada Michael Schumacher hace un par de años.

Para hablar del Milán de la moda me viene muy bien recordar un artículo publicado en El País hace años. No lo he encontrado para citar el autor y precisar fechas. Advierto también de que hablo de memoria y por tanto, es muy posible que mi cabeza haya transformado los datos a su gusto. El periodista hablaba del Milán alemán y del italiano. En invierno, decía, descubrimos una ciudad industrial, oscura, nebulosa y con la llegada de las primeras modelos -creo recordar que las comparaba con las golondrinas del poema de Bécquer- comenzaba una nueva estación: la del bullicio, la de las terrazas mediterráneas, la gente guapa, el dinero y el lujo. La agenda social de Milán es asombrosa y en general, prohibitiva para el común de los humanos. Esto atrae a la ciudad multitud de almas con ínfulas de grandeza. Por un lado tenemos a los ricachones: diseñadores, topmodels, cazadores de tendencias, señoronas y señorones con los dineros aburridos… y por otro, personas que quieren ser como los anteriores y que sobreviven sin admitir su grado de hidalguía. De Milán siempre se dice que es una de las ciudades con mayor renta per cápita del mundo -1.800 euros de media por sueldo- y con menor índice de paro. El efecto colateral es que en tres calles, Via Montenapoleone, Via Sant Andrea y Via della Spiga, se acumulan las tiendas más caras del mundo… una auténtica patada en la boca del estómago para aquellos que viajamos con lo justito. Aquí debería citar diseñadores, marcas, tiendas… pero no me apetece, la verdad.

Entre lo divino y lo real, decía antes, está el Teatro de la Escala. Su construcción en el siglo XVIII sobre la antigua Iglesia de Santa María de la Escala, tenía como objetivo ser la catedral de la ópera, género, por otro lado, inventado en el siglo XVI en Italia. Abrió sus puertas con la representación de L’Europa riconosciuta del compositor y director Antonio Salieri y durante 200 años ha sido testigo de las más sonoras representaciones operísticas. Fue -y es- la casa de Giussepe Verdi -considerado compositor local-, pero también de Gioachino Rossini, Arturo Toscanini, Giacomo Puccini, Gaetano Donizetti, Vincenzo Bellini… Es considerado el teatro de ópera más importante del mundo y puedes pillar entradas muy económicas y también, muy mal situadas. Cuenta con una maravilla de museo abierto a todo el mundo prácticamente todo el día.

Durante el Renacimiento, Milán fue gobernada por las familias Visconti (hasta 1447) y Sforza (a partir de 1450), mecenas de artistas de la talla de Leonardo da Vinci y Bramante. Esto hizo posible que la ciudad se convirtiera en una especie de meca de creadores. De hecho, en la actualidad percibimos este carácter en las numerosas galerías y museos que nos encontramos al paso. Bien, por si no lo sabéis en Milán está La Última Cena de Leonardo Da Vinci. Si antes de la era Dan Brown esta obra atraía a millones de amantes del arte a Milán, después del best seller, plantarse delante de ella es casi, casi imposible. No entraré en detalles, así que para aquellos que estéis dotados de una enorme paciencia, o en su defecto, de un carácter muy muy previsor, informaros de que se encuentra en la pared sobre la que se pintó originariamente, en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie. No cometáis el error de ir allí con la esperanza de hacer una colita más o menos larga y entrar sin más: hay que reservar la entrada con varios meses de antelación.

Por fin llego al Milán del Duomo. Lo primero que me viene a la cabeza al pensar en la catedral es que, tanto por fuera como por dentro, es pasmosa. De estilo gótico, la fachada principal (neogótica) da a una enorme plaza -donde también están las Galerías de Vittorio Emanuele-. Es una de las iglesias más grandes del mundo: allí caben unas 40.000 personas (la mitad de los que entran en el Bernabeu, por ejemplo). Todo en el interior es enorme: los milaneses aseguran que las ventanas del coro son las más grandes del mundo, y la nave central alcanza una altura de 45 metros. Esta se separa de las naves laterales mediante 40 pilares interminables. Los tejados están abiertos al público lo que nos permite ver, además de algunas de las esculturas que adornan el templo, los pináculos y chapiteles. En resumen, que sólo por ver el Duomo merece la pena el viaje a Milán.

Y podríamos hablar de los olores de Milán, de la gente de Milán, de las sensaciones que despierta esta ciudad, pero creo que es mejor que vayáis allí y lo descubráis por vosotros mismos, porque hay mucho más por ver. Es de esas urbes, que como los buenos personajes novelescos, exigen concentración y estudio. Puede llegar a resultar agotadora: a ratos te desquicia y a ratos te permite disfrutar de una extraña calma, frente a un helado, por ejemplo. Quizás el secreto de la belleza de Milán no esté en la propia ciudad, sino en el interés que el visitante invierta en desnudarla.

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