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Ilustración (c) y texto de Rubén Rodríguez Risquez
Para buena parte del planeta, Bill Murray se coló en nuestras vidas como un locuaz doctor en psicología y parapsicología. A él y sus colegas debíamos llamar (al 555-2638, para ser exactos) en caso de que algo extraño ocurriera en nuestro barrio.
Este fan de Chicago en general y de los equipos deportivos de Chicago en particular, es capaz de colarse en nuestras vidas de manera literal. Como si de un platillo volante en una polaroid se tratara, Murray ha sido avistado en distintas localizaciones: una despedida de soltero, una fiesta Erasmus o un karaoke. También se le ha cazado robando patatas fritas del plato de un desconocido o jugando al cucutrás con varios viandantes. Nadie está a salvo. Antes de que las víctimas puedan coger aliento y asimilar lo sucedido, se encoge de hombros y asegura que «Nadie va a creerte nunca». Después, desaparece. Esta clase de comportamiento plantea varias preguntas, pero en mi caso una cobra especial fuerza: ¿Cómo era la camisa que llevaba puesta?
La segunda sería: ¿Llama la fiesta a Bill Murray o Bill Murray es la fiesta?
Aunque en las últimas décadas su nombre no aparezca asociado al género sobre el que reinó en los ochenta, Bill Murray es comedia pura. No basa su humor en la gestualidad o en el lenguaje corporal. Ni siquiera hace falta que hable. Podría bastar con que simule que va a comenzar una diatriba. Hacer comedia sin desenfundar ninguna de esas armas no es lo común. Vamos a dar por supuesto que sea un hecho que nos sorprende.
El sujeto que nos ocupa tiene el aspecto de ser un tipo que se limitaba a pasar por ahí y a quien, sin embargo, la policía paró una madrugada, en Estocolmo, por conducir un carrito de golf por el centro de la ciudad. Él, con toda su cara de gente, desliza tarjetas navideñas de manera aleatoria para felicitar las fiestas. «Murray Christmas». El contraste, lo inesperado, aquello que está fuera de lugar, que lo imposible suceda… es la sorpresa, la base de toda comedia. Gracias a ella nos reímos cuando un niño de cinco años cuenta un chiste. Y por eso mismo no lo hacemos cuando lo repite por séptima vez.
Vaya, Bill parece majo.
No te metas con Bill Murray; le rompió la nariz a Robert DeNiro. A. Robert. De. Niro. O eso dicen.
Respetemos al actor fetiche de Wes Anderson. Rindámonos ante quien ha sido Peter Venkman (Cazafantasmas, 1984), Franklin Delano Roosevelt (La visita del rey, 2012) y él mismo (NBA Jam, 1996). Yo me haría una camiseta con ese texto.
Sin tener claro si su legado será cinematográfico, vital, estilístico o una mezcla de todo lo anterior, doy por concluido este perfil y paso a servirme un Suntory Hibiky de diecisiete años.