Marisol Donis: [Envenenadoras]


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Entrevista de Reyes Muñoz
Más información en https://alreveseditorial.com/libros/envenenadoras

Marisol Donis es farmacéutica. Tras veinte años dirigiendo su farmacia, se sacó el título de especialista superior en Criminología. Envenenadoras, por tanto, recoge ideas de los dos mundos. Los venenos copan la primera parte de estudio; y el crimen la segunda parte.

«A mí me dicen, ‘Uy, es que me ha hecho una gracia’ y digo: ‘pues no tiene ninguna gracia’. Yo creo que lo que tiene gracia es el ingenio que tienen ellas»

Envenenadoras es un libro que ahora se reedita renovado. Te adelantaste mucho a la moda del «true crime»

Sí, porque lo mío fue en el 2002 y en el 2002 no había nada escrito sobre mujeres que hubieran utilizado el veneno. La editorial en 2002 me exigió que solo fueran envenenadoras españolas. Yo quería, porque además ya lo había investigado, hablar también de envenenadoras extranjeras. Quería establecer una diferencia entre españolas y extranjeras, es decir, saber si envenenan igual, si empleaban el mismo veneno, si los métodos eran los mismos. La editorial Alrevés me permitió hacer lo que yo quisiera. Me he dado cuenta de que envenenan igual, con los mismos venenos, los motivos son los mismos, pero he notado que, por ejemplo, en Francia, que está a la cabeza en mujeres envenenadoras, son más refinadas.

A lo mejor está a la cabeza de mujeres envenenadoras pilladas….

Tiene mucho que ver la investigación, sí. Dicen, «No hay crimen perfecto, hay investigación imperfecta». Pero en Francia sí que hay bastantes y establecí una diferencia muy curiosa entre Francia y España. Envenenan diferente. En Francia son mujeres más refinadas en su manera de ser y en su manera de matar, también.

Me interesaron mucho casos de Bélgica, de Inglaterra o de Italia. Esto es sota, caballo y rey, es decir, la mujer envenenadora suele tener un desmedido instinto de poder, busca la realización de sus deseos y no siempre quiere matar, ojo. A veces quiere dejar una minusvalía en sus víctimas para tenerlas más sometidas. Ella envenena solo a gente de su entorno: su familia, sus amistades; y suele envenenar en su casa y con sus productos.

La prologuista lo comenta. Las mujeres envenenan porque pueden. Son quienes suministran el alimento y tienen acceso a todos esos productos.

Exactamente. Y además hay encuestas que dicen que de cada diez envenenamientos, siete los hacen las mujeres y tres los hombres. O sea, hay mayoría de mujeres envenenadoras. Pero esto no significa que haya un delito que sea privilegio de uno de los sexos, pero sí que se atribuye al veneno unas ventajas que se asocian con determinados rasgos psicológicos de la mujer: prepara el delito mucho más cuidadosamente que el hombre, tiene muchísima más paciencia, no le gusta mancharse de sangre, no le gusta tocar a su víctima, no le gusta matar mirando a los ojos; y entonces, el veneno se adapta a esa manera de ser. No necesita ni un cómplice que la ayude y que la delate. Y luego pues envenenaban con cerillas, que en el siglo XIX llevaban fósforo. Hacían sopas de cerillas: metían las cerillas en agua, se iba soltando el fósforo, luego lo colaban y ese agua lo tenía preparado para los guisos.

Sin gracia ninguna

Hay algo curioso en este libro. Estamos hablando de cosas muy graves, y hay momentos que resulta muy gracioso.

¿Qué te ha hecho gracia?

Creo que lo que llegan a pensar, a planificar, a trabajar para lograr su objetivo.

Eso sí. A mí me dicen, «Uy, es que me ha hecho una gracia» y digo: «pues no tiene ninguna gracia». Yo creo que lo que tiene gracia es el ingenio que tienen ellas. Eso es lo que te hace medio sonreír. Hay una que envenenó con polvos de vidrio. Lo molía hasta que tuvo la consistencia de azúcar. Fue a la casa de un juez para visitar a la criada y cogió de allí una copa. No se quería pringar de ninguna manera. Debió pensar, «si me cogen que ni siquiera el vidrio sea mío».

Había otra que iba a buscar moscas porque sabía, por lo que le había contado la madre, lo que le había contado la abuela, las gentes del pueblo, que había una mosca que contenía una sustancia venenosa. Es la cantaridina. Iba por las caballerizas con una especie de cazamariposas, llevaba las moscas a su casa y las ponía en remojo tres o cuatro días. Colaba ese preparado y con ese agua envenenaba el vino que tomaba su tío. Nos sonreímos por lo que a esta mujer se le ocurrió. Se tiró horas para cazar moscas verdes. Es algo tremendo. Para que veas que son muy reflexivas y que tienen muchísima paciencia.

Y también hay hay frases divertidas. Por ejemplo: «A partir del siglo XVIII el veneno se democratiza». Solté una carcajada por la solemnidad de la frase.

Antes no había acceso. Hemos democratizado el veneno. En la época de los Césares, de Nerón, de Calígula, de todo eso, había envenenadoras profesionales, era una profesión como otra cualquiera. Y entonces proporcionaban venenos y cobraban por ello. Estudiaban los casos. Preguntaba: «cómo quieres que envenene» y le decían: «pues siempre está diciendo que le duele la garganta». Envenenaba una plumita de ave y decían, «Abre la boca que te voy a arreglar las anginas». Cosas así. Luego, fueron desapareciendo esas esas envenenadoras profesionales y surgieron las aficionadas, que son las que tratamos en este libro.

Las envenenadoras profesionales fueron víctimas de intrusismo laboral.

Sí. Decían: «yo no soy una envenenadora profesional, pero voy a ver si me cargo a mi suegra». Fue como democratizar el envenenamiento. Salieron por todas partes. Antes de 1852, por ejemplo, no se detectaba el arsénico. A partir de 1852 ya fue más difícil. Es que son mujeres muy puestas en este tema, porque ellas sabían que, por ejemplo, unas tiras atrapamoscas contenían arsénico, que eso no lo sabía nadie. Sabían que en papeles pintados del color verde París, contenía arsénico. ¿Cómo se enteraban de eso? En 1800 la gente ni leía, ni nada. Era todo por conversaciones en la calle, en los comercios, en sitios donde iban a lavar.

La abnegada envenenadora

Seguro que se han ido de rositas muchas más de las que han sido pilladas.

Lo que pasa es que llega un momento que se sospecha. Cada vez que mataban a alguien, en el certificado de defunción ponía que eran muertes por causas naturales. Catalina Domingo Campins, la multi envenenadora de Mallorca mató a su marido y mató a sus hijos. Los hijos tenían los mismos síntomas que el marido, pero no se pudo probar. Tenía un padrino y una madrina muy espléndidos con ella, y también mató a los dos para heredar en un futuro. Llegó un momento en el que el médico de cabecera dijo, «Yo, este último, el de la tía, no lo voy a firmar». Sospechaba que había algo raro. Ese certificado era justo el que ella necesitaba para heredar. Y no sabemos cómo se las apañó y convenció al médico que al final firmó. Pero, ¿qué pasó? Como ya era viuda, porque había matado al marido, se vuelve a casar y se recibe un anónimo en la policía que decía que había envenenado a la familia. Solo se pudo probar el asesinato de su tía. Y por eso la condena fue de 30 años. Luego se benefició de unos indultos y salió mucho antes. Y qué curioso, que al final ella muere con los mismos síntomas de los anteriores. Ahí está el misterio de este caso.

Hablas también de la «cara de envenenadora». Las mujeres bellas, en principio, eran menos proclives a ser descubiertas.

Sí, es que eso viene del siglo XIX en Francia, que casualmente, una que se dedicaba a cuidar niños, tenía cara de ogro. A partir de ahí se decía: «Tiene cara de envenenadora». Y eso causó grandes desgracias a personas de físico poco atrayente, que resultaban más sospechosas que las demás. Se llegó a decir, «Como tiene cara de envenenadora, pues en caso de duda, seguro que es esta». El libro tiene un capítulo que se llama «Cara de envenenadora», en el que intento demostrar que eso no valía para nada. La autora del crimen que yo tituló «cara de envenenadora» era angelical.

Además, no se sospecha de las mujeres como asesinas.

Mira, como la envenenadora envenena a los de su entorno: a su padre, a su madre, a sus hijos; nadie sospecha de esa abnegada mujer. Muchas mataban porque estaban hartas de cuidar a los abuelos, a los padres, a los suegros, al marido… Por eso cuando muere la primera víctima, no se sospecha de ellas. El médico al que llaman, que es el de cabecera, les conoce de toda la vida y es como de su familia. ¿Cómo va a sospechar de ellas?

«¡Esto no es un manual!»

Hay el caso de alguien que lo pillan porque tiene un libro de envenenadores y venenos. Pensé, «vaya por dios, ya no puedo envenenar. Me van a pillar fijo porque tengo Envenenadoras».

¡Esto no es un manual! Esto es un libro de historia para que sepamos que existe la maldad y que esa maldad tiene consecuencias. Nadie se había planteado cómo era la manera de ser de una que se atrevía a envenenar. ¡Es que no te entra en la cabeza! Son mujeres muy crueles y muy cobardes. Y además tienen un desmedido instinto de poder. Es lo que veo después de estudiar estos casos. Son crueles: están envenenando y no les importa la agonía del que tiene en su casa, en la cama. Se van asomando a ver cómo van, si están peor. Y tienen una tranquilidad pasmosa. El otro no sabe que está siendo envenenado, no se puede defender y ella tiene la sartén por el mango. Al revés, dice: «me encuentro mal, hazme otra tila», y en la tila hay más veneno. Ellas piensan que se van a librar, que nunca se va a sospechar de ellas. Y como hay premeditación y alevosía, no es un homicidio, es un asesinato. Por lo tanto, son muchos más años de condena.

Me ha parecido detectar algunos motivos fundamentales. La ambición, la psicopatía, porque hay casos de matar por vicio, por la crueldad. Y hay mucho caso de hartazgo.

Lo de estar en la jaula de cristal, que están encerradas en su casa y envenenan como vía de escape.

«Ha habido madres que han logrado que le hagan a un hijo más de sesenta pruebas médicas sin necesidad, porque el niño no padecía de nada».

También hay datos escalofriantes en el libro del síndrome de Munchausen.

El Munchausen, que ahora se llama «Trastorno facticio», se ha estudiado mucho en estos veintitrés años que han pasado desde la primera edición a la segunda. Mira, es una adicción hospitalaria, así de simple. Es la típica persona que va al médico y dice, «Oiga, mire, que me duele muchísimo el hígado». Y no le duele. Lo que quiere es que le hagan pruebas, que le hagan un TAC, que le hagan una resonancia magnética y lo cuenta orgullosa. Cuando ese trastorno facticio es por poderes, suelen centrarse en hijos que suelen ser pequeñitos. Ha habido madres que han logrado que le hagan a un hijo más de sesenta pruebas médicas sin necesidad, porque el niño no padecía de nada. Es espantoso, horroroso, pero no es una cosa buscada.

En Estados Unidos, el dato es que 10 de cada 100 muertes de niños estaban provocados por esto.

Ahora ya no tanto. Ese dato es de la primera edición, que fue en el 2002. Ahora que han pasado veintitantos años, ya no se dan esas cifras. Ya hay médicos que lo detectan en cuanto las ven entrar de la sala de espera.

Casos históricos

También he descubierto casos de los que no tenía ni idea y me parece sorprendente. Por ejemplo, el de Arthur Conan Doyle.

Sí, es una sospecha que no se ha podido probar nunca. Había un señor en Inglaterra que decía que Arthur Conan Doyle había asesinado al marido de su amante y parece que el marido escribía, y escribió una de las obras más importantes que firma Conan Doyle. Ese señor volvía a salir a la palestra cada cinco años y decía, «Ojo, a ver si arreglamos lo del marido de la amante de Conan Doyle, que murió posiblemente envenenado». Eso fue apasionante durante una época, había quien creía que sí y quien creía que no. Ahora parece que ya se ha callado.

Y después hay otro caso que es el de Napoleón como envenenado.

Sí, Napoleón sí. Con arsénico, además. Tenía todos los síntomas: empezó a quedarse calvo y eso es síntoma de envenenamiento. No se puede demostrar. Rasputín es un caso similar. Debía medir 1,90 de alto por 1,90 de ancho, una cosa tremenda de hombre, y decidieron envenenarlo con cianuro. Se lo dieron en una copita de vino dulce y neutralizó el veneno. No hubo manera, y al final lo quisieron matar a tiros, pero ni a tiros lograban matarlo.

Hay varios casos de esos en el libro. Creo que hay uno de España, que después de intentar envenenar a la víctima, no lo consiguen y se lo cargan a puñaladas.

Sí, hay muchos casos de esos. Uno de estos envenenamientos nuevos que he incluido en esta segunda edición se desarrolla en Italia. Es el crimen más sonado de Italia en muchísimos años, todavía se sigue hablando de ese caso, y hasta se hizo una película. Ella decide envenenar al marido. Normalmente, como ya hemos hablado, las envenenadoras no necesitan cómplices ni los quieren. Esta se lo cuenta a su hermano, el hermano se lo cuenta a la novia, ella recurre a un antiguo novio, y también se lo cuenta. Había cuatro en el ajo para matar al marido. Decide que sea con curare, que era lo que utilizaban los indios para envenenar las flechas. Eso es raro de narices.

Y el día elegido están todos juntos, el marido, ella y sus cómplices, y simulan una pelea. El marido va a separar a los que se están peleando y llega la novia del hermano con una jeringa con el curare, pero como se mueven, no logra pincharlo. Y al final lo matan a lo bestia, sin veneno, o sea, tremebundo. Y para colmo, el padre, que era un médico muy famoso, les denuncia. Bueno, y luego llega un periodista que como la víctima le parece un hortera, comienza a insultarle. Ese caso tiene de todo.

«Yo sufría con mis envenenados»

¿Has sentido empatía por alguno de los casos?

Cómo no será que, escribiendo este libro, tuve que hacer un reposo de mente y me puse a escribir sobre crónica rosa del siglo XIX. O sea, sobre las señoras maravillosas que recibían en palacios y no sé qué… No podía seguir escribiendo sobre crímenes. Era como los médicos que dicen : «Yo me llevo el trabajo a casa y sufro por mis pacientes». Yo sufría con mis envenenados. Salía de una envenenadora pero me ponía con otra, que era igual o peor. Yo nunca había pensado que hubiera tanta crueldad, tanta maldad.

Con este libro lo pasé mal, en la primera parte, y lo seguí pasando mal cuando dije, «Bueno, vamos a ver cómo son las de Francia o las de Bélgica». Que son bastante más refinadas, pero no deja de haber víctimas, porque matar, matan. Y hay muchas que se llegan a convertir en asesinas en serie. Hay cantidad de libros escritos sobre asesinos en serie, pero la asesina en serie, que parece que no existe, pues sí, existe. Lo que pasa es que cuando se las descubre ya han matado a todos los que tenían que matar.

¿Cómo termino esta entrevista? ¿Cómo ponemos el punto y final?

Para terminar, diría que el envenenamiento es el triunfo de la astucia, de la insidia, de la codicia, porque quien comete un crimen así, y en este caso, mujeres, son muy reflexivas, con mucho control sobre sí mismas, muy tranquilas, no coléricas y al mismo tiempo, muy perversas.

Es un libro muy distinto de Sirvientas asesinas, que ahí había muchos casos de asesinados sobre los que pensabas, «Mira, tanta paz lleve como paz deja».

Sí, es verdad. Es verdad. Pero mira, cuando existía la pena de muerte en España, la ejecución era por garrote y en los demás países, o guillotina, o era en horca. Yo he pensado mucho en las que condenaban a muerte. Nunca sabremos cómo hubiera sido su vida a partir de entonces. A muchas les conmutaron la pena de muerte por la de cadena perpetua, y esas, cuando salieron en libertad, ya muy mayores, tuvieron un comportamiento ejemplar. No volvieron ni a hacer un pequeño hurto, nada. Me ha quedado siempre la pena por las ejecutadas.

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