Ana Diosdado y el amor de su vida


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Texto de Covadonga Carrasco
Ilustración (c) Rubén Rodríguez Risquez

La discreción y la capacidad de pasar desapercibida, sin la necesidad de destacar ni de alimentar su ego, caracterizaron a Ana Diosdado, una de las mejores dramaturgas de este país; y quizás fue precisamente eso lo que la hizo tan grande: dedicarse a trabajar en lo que realmente la hacía feliz, sin aspavientos ni exageraciones.

Ana Diosdado fue teatro, así, sin más. Su capacidad de crear era infinita, pero además lo hacía de una manera tan particular, convirtiendo la cotidianidad en el centro de sus historias, que la convirtió en imprescindible.
Aunque tuvo formación académica en el Liceo Francés y en la Universidad Complutense de Madrid, pronto se dio cuenta de que nada en este mundo le enseñaría más que un escenario. Debutó en el teatro con solo cinco años, y en un entorno que era más que una forma de ganarse la vida: sus padres, Enrique Diosdado e Isabel Gisbert, eran dos grandes figuras de la escena española, y su madrina era Margarita Xirgu. El destino se había escrito sin remedio.

En la compañía de su padre encontró al amor de su vida, el teatro, y allí también supo que, más que interpretarlas, lo que deseaba era crear historias.

En 1970 estrenó su primera obra teatral, Olvida los tambores, un éxito rotundo que fue llevado al cine y que le dio un sitio en el centro del panorama cultural español. Después llegarían títulos con la necesidad de reivindicar lo social como El okapi, Usted también podrá disfrutar de ella y, por supuesto, Los 80 son nuestros, convertida en retrato generacional y después en novela.

Su teatro era cercano, honesto, escrito desde lo cotidiano y dirigido a un público que podía verse reflejado en cada uno de sus personajes.

Poco después llegó a la televisión donde también manejó su lenguaje a la perfección y, en su doble faceta, escribió y protagonizó series tan valientes, en una España que salía de una dictadura de 40 años, como Anillos de oro (1983) , que abordó el divorcio que se acababa de legalizar en nuestro país, o Segunda enseñanza (1986) , con una mirada social y educativa nuevamente adelantada a su tiempo. Mucho después llegaría Las llaves de la independencia (2004), dejando claro que lo suyo no era casualidad y que todo aquello que escribía, no sabía hacerlo de otra manera que desde una emoción intensa pero natural.

Su faceta como novelista arrancó mostrando que era una autora necesaria: con 24 años fue finalista del Premio Planeta por En cualquier lugar, no importa cuándo… cuando los premios literarios eran eso, literarios.

También llegaron otros galardones en sus diferentes facetas como el Fotogramas de Plata o el Max de Teatro a su trayectoria que reconocieron una vida dedicada por completo a la cultura. Fue columnista en Diario 16 y ABC, y se convirtió en la primera mujer presidenta de la SGAE en 2001, rompiendo barreras que impedían avanzar a muchas mujeres.

Falleció trabajando, como ella quería, tras sufrir una parada cardiorrespiratoria durante la reunión de la junta directiva de la SGAE en la que estaba participando, el 5 de octubre de 2015, aunque el cáncer llevaba tiempo acompañándola.

Recordarla es reivindicar la figura de una mujer imprescindible en la escena española: una dramaturga que cambió nuestro teatro desde dentro, sin estridencias, sin artificios, con la discreción y la fuerza de quienes hacen historia de verdad.

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