Texto de Rebeca de la Sierra
La mayoría de las novedades editoriales son novelas. Es difícil encontrar colecciones de relatos o de poesías, menos comerciales. Quizás de ahí venga el boom de la autoedición. Autores, hartos de peregrinar por las editoriales, acaban por pagar la impresión de su libro. Ahora falta que la gente lo lea, lo que obliga al autor a involucrarse, inventar y tratar de comprender la rara tarea de la promoción.
María José Hernández, autora de Salpicada de luna llena (y otros relatos) nos mandó no hace mucho un mensaje electrónico a la redacción explicando que había publicado un libro. Lo pedimos en la editorial y días después lo recibimos. El miedo a volúmenes autoeditados estaba superado gracias a la lectura de La noche americana de Xurso Torres y Relatometrajes de Javi Palo. No sólo habíamos encontrado textos bien escritos, sino muy originales en forma y fondo.
Ya enfrentados a Salpicada de luna llena (y otros relatos), decir que estamos ante un libro en el que tienen el mismo peso el uso de las palabras y los mensajes. Es un cajón de sastre en el que encontramos pesadillas al estilo «leyenda japonesa» -La linterna, Un servicio rutinario, El espejo-, homenajes -Carta a un padre, El maestro, La niña bosque- y verdaderos juegos poéticos -Océano o Salpicada de luna llena, que da título a la colección.
La búsqueda de nexos no se basa en tramas, sino en mensajes. Hay veces que es difícil encontrarlos, pero en este caso particular, saltan a la vista. Quizás se deba a que su autora no usa la palabra para esconderse, sino para abrirse al lector. Es franca y, sobre todo, es coherente. Esto lo intuimos desde la primera frase, pero se hace totalmente visible en el ecuador del volumen, en Carta a un padre. Más que un cuento nos encontramos con una parábola y pese a estar escrito en lenguaje figurado, nos podemos sentir abocados a cotillear en algo tan personal como la relación de una hija con su progenitor. Como toda buena parábola, esconde moralina… la misma que hemos percibido en los relatos anteriores y que veremos en los posteriores, algo así como «decide tu propio camino». Este mensaje se torna angustioso en Una misión rutinaria, en el que, muy al estilo de Unamuno, la pregunta ya no es ¿somos libres? sino ¿nos creemos libres y realmente no los somos?
El volumen está cargado de símbolos. La luz es la razón, el sosiego, la estabilidad, mientras que la oscuridad es la intranquilidad, el miedo, pero también, un espacio único para la imaginación. Las ratas en el segundo y tercer relato y el espejo, en el antepenúltimo nos hablan de la necesidad de centrar la atención en lo que tenemos delante y no en los objetos que nos rodean, que nos pueden jugar una mala pasada. Lo recuerdos también son tratados como cantos de sirena. En La linterna se nos augura que lo vivido va a marcar nuestra existencia; en Algo para recordar, el pasado se torna fulminante y en La mujer uniformada de verde se nos habla de la posibilidad de anular el pasado para seguir vivos.
Finalmente hablaremos de otra de las grandes obsesiones en el libro: el diálogo niño-adulto y adulto-anciano. La muerte los une y juega con la idea de que en el último segundo tendremos la oportunidad de perdonar y ser perdonados, tanto a quien nos ha importado, como a nosotros mismos. Lo vemos en varios cuentos, pero en especial en El fotógrafo, en Una curiosa coincidencia y en El espejo.
Se pueden decir muchas cosas, pero lo mejor es que cada uno lea los textos sin prejuicios, abiertos a nuestro yo, porque al final, estos doce relatos pueden tener un efecto balsámico para nuestros miedos.