Textos de José M. Campos
Reunimos todos los textos de José M. Campos («Lo que yo quería deciros») en esta sección de cine. Al principio, íbamos a recoger sólo los filmes de la sección Departamento de Nostalgia, pero hemos descubierto que todas las películas que comentó entre 2005 y 2008 se han convertido en clásicos, por lo que la selección se convierte en una guía de buen cine que sorprende por su variedad y su calidad.
«La novia cadáver» de Tim Burton
Texto de José Miguel Campos
Publicado 16/10/2005
Tres meses después del estreno en España de Charlie y la fábrica de chocolate, Tim Burton vuelve a las pantallas con una película de animación. Esta vez, el director californiano ha encontrado la inspiración en una vieja leyenda rusa…
La historia cuenta que un desventurado joven descendió sin querer al reino de los muertos durante la víspera de su boda. Al contrario de lo que pudiera pensarse, allí no encontró lamentos ni almas consumidas en la desesperación, sino una bella muchacha que pretendía agenciárselo para el resto de la eternidad.
La cosa no hubiera pasado a mayores de no ser por el avanzado estado de descomposición de su anfitriona, y porque afuera, en el reino de los vivos, una mujer de carne y hueso le esperaba en el altar.
Hasta aquí, la coartada. En adelante, un Tim Burton en estado puro que se atreve a destapar el cubo de los muñecos en plena era digital. Esqueletos danzarines, inquietantes mayordomos y un protagonista andrógino y sensiblero que toma de Johnny Depp mucho más que la voz. El equipo de animadores de La novia cadáver ha dado vida milímetro a milímetro a este pintoresco universo por medio de la técnica del stop-motion, o lo que es lo mismo: toneladas de paciencia al servicio de la fantasía.
«Trabajar de esta manera puede ser realmente duro»
«Trabajar de esta manera puede ser realmente duro», reconoce Mike Johnson, coordinador del proyecto. «Los personajes son manipulados en incrementos minúsculos, fotografiándose una y otra vez hasta completar la animación. A veces, son necesarias doce horas de trabajo para conseguir un segundo de película». Conviene recordar que esta misma técnica ya fue empleada por Burton hace diez años en una de sus más famosas producciones: Pesadilla antes de Navidad.
El equipo encargado de diseñar los decorados tuvo muy en cuenta el origen eslavo de la historia. De esta manera, el pueblo en el que transcurre la acción combina elementos de la Europa del Este con otros más propios de la Inglaterra victoriana. Como contrapunto, el mundo de ultratumba ha recibido un enfoque totalmente diferente, tal y como explica el director artístico de la película: «Queríamos sorprender al espectador. Por este motivo, hemos imaginado la muerte como algo alocado, brillante y lleno de color».
Johnny Depp y Helena Bonham Carter compaginaron su labor en el rodaje de Charlie y la fábrica de chocolate con el doblaje de los protagonistas. Por su parte, la inglesa Emily Watson completa con su voz un triángulo amoroso que hará las delicias de la legión de melancólicos que abarrota las salas con cada nueva producción del director. Sin duda, la principal virtud de La novia cadáver es que -y ésta es una característica común a toda la filmografía de Burton- uno se siente un poco más vivo después de verla.
«El método» de Marcelo Piñeyro
Texto de José Miguel Campos
Publicado
El hallazgo en junio de 2002 de cientos de currículos rechazados por una conocida cadena de supermercados sirvió de inspiración a Jordi Galcerán para dar forma al primer Método Grönholm. Ahora, esta historia sobre darwinismo social prepara su salto a la pantalla grande bajo la dirección de Marcelo Piñeyro.
Madrid. Paseo de la Castellana. Siete aspirantes a un alto puesto ejecutivo se dan cita en la misma sala de un complejo de oficinas. Aún no lo saben, pero están a punto de someterse a un método de selección muy poco corriente. A través de la pantalla de un ordenador, los participantes irán conociendo el contenido de diversas pruebas que tienen por objeto destapar su verdadera naturaleza. Las miradas de recelo, los secretos y las alianzas surgirán poco a poco en un campo de batalla que pone al servicio de la vorágine capitalista los usos propios del realityshow más despiadado y miserable.
Basado en la pieza teatral de Jordi Galcerán, El método es el sexto largometraje de Marcelo Piñeyro, conocido anteriormente en España por producciones como Caballos salvajes o Kamchatka. En esta ocasión, el director argentino comparte la autoría de un guión claramente sustentado en los personajes: tiburones financieros, idealistas corporativos y frías mujeres de negocios tratarán de jugar durante todo el proceso sus mejores cartas, siempre bajo la atenta mirada de un equipo de psicólogos adiestrados en el arte de sacar lo peor del más pintado. Eduardo Noriega, Najwa Nimri y Eduard Fernández dan vida a algunos de los miembros del grupo.
El desafío, según el director, «era encontrar a los ocho actores que se atrevieran a sumergirse en esta indagación entre el ser social y el ser real. Ésta es definitivamente una película de actores, por lo que ésa era una preocupación mayúscula». Conviene apuntar que los diálogos gozan de una gran importancia en la historia, sobre todo teniendo en cuenta que la práctica totalidad de la acción se desarrolla en un único escenario. Pablo Echarri, Ernesto Alterio, Carmelo Gómez, Adriana Ozores y Natalia Verbeke completan un reparto fundamentalmente coral.
Apartado técnico
Dentro del apartado técnico, hay que señalar que la película ha sido grabada en formato digital, haciendo uso de varias cámaras y respetando el orden cronológico de escenas. En palabras de Piñeyro, esta forma de trabajar, mucho más cercana al teatro que al medio cinematográfico, ha servido para que los actores «se adueñaran aún más de los personajes, haciéndolos crecer durante el rodaje y explorando todas las posibilidades que planteaban las distintas situaciones».
El texto original de El método Grönholm se estrenó en Madrid y Barcelona hace más de un año y, desde entonces, se ha venido representando de forma prácticamente ininterrumpida. La crítica mordaz, sazonada con grandes dosis de ironía y humor negro, ha constituido su principal baza a la hora de rascar espectadores. La versión cinematográfica, que parte de la misma filosofía, está en los cines desde el veintitrés de septiembre.
Carta abierta de King Kong
Texto de José Miguel Campos
Publicado
Mi nombre es King Kong, y espero que no se hayan olvidado de mí. Supongo que por allí habrán ocurrido un montón de cosas desde 1933, y que algunas les habrán fastidiado más que mis carreras por la Quinta Avenida. Confío en que no me guarden demasiado rencor. Fue ver todas aquellas luces, y perder la cabeza. Tengo entendido que a algunos humanos les suceden cosas parecidas, así que no me lo tomen demasiado en cuenta… Al fin y al cabo, yo sólo soy un mono.
Les escribo para avisarles de que este mes iré de nuevo para allá. No sé si me reconocerán, porque estoy un poco cambiado. Ese Peter Jackson me ha hecho un lavado de cara digital. Suena horrible, pero la verdad es que tengo un aspecto fantástico. Ahora salto y trepo por las rocas con una agilidad pasmosa, e incluso puedo emocionarme ante un atardecer… Eso sí, la historia es la de siempre: unos tipos deciden viajar hasta mi isla para rodar una película, y yo me encapricho de la actriz protagonista. Me meriendo a unos cuantos, pero consiguen atraparme y meterme en un barco. Desde luego, no puedo quejarme de la tripulación: Naomi Watts, Jack Black, Adrien Brody… Hemos cambiado de siglo, y el presupuesto de este viaje no se ha quedado atrás.
Así que, si todo marcha bien, dentro de poco nos veremos las caras. Ya pueden ir organizando un ejército de bomberos, aviadores, policías y camilleros. Han pasado más de setenta años, pero me siento más joven que nunca. ¡Y esta vez voy para quedarme! Ya puedo sentir el calor de los neones… Si les soy sincero, a mí la rubia me da lo mismo.
En realidad, estoy enamorado de su ciudad.
«Lutero» de Eric Till
Texto de José Miguel Campos
Publicado
La revisión, por parte del cine, de determinados episodios históricos ha dado con frecuencia buenos frutos. Este mes llega a las pantallas Lutero, un biopic que pretende acercar al gran público uno los vaivenes más sonados de Occidente: la Reforma protestante.
Sin duda, el individualismo es una de las características más acentuadas de nuestra sociedad. No hay más que echar un vistazo alrededor para darse cuenta de que la gente hace de su capa un sayo, y que el autoritarismo tiene sus días contados en un mundo cada vez más plural. Y es que han sido varias las voces que, a lo largo de la historia, han puesto en tela de juicio el llamado pensamiento único. La última película de Eric Till gira en torno a la vida de Martin Lutero, monje agustino y profesor de teología que, a comienzos del siglo dieciséis, puso Europa patas arriba al clavar en los portones de la iglesia de Wittenberg su visión particular de algo tan antiguo como el cristianismo.
«Es falso que la gente joven no esté interesada por la Historia. Creo que no les gusta si intentamos metérsela a presión, recitándoles un sinfín de nombres y fechas. Hemos querido hacer de Lutero un personaje accesible, y dar la oportunidad al público de encontrar una conexión con él.»
Las palabras del director dejan claro que ésta no es una película para minorías. Quizá, por ese motivo, se ha elegido a Joseph Fiennes para encarnar al protagonista. «Con su trabajo en Shakespeare in Love», nos explica, «este actor había demostrado con creces que es posible presentar de forma muy atractiva a un personaje ya desterrado a los libros de texto.»
Lo cierto es que estamos ante una superproducción que no ha escatimado en medios a la hora de revivir una época con tantos claroscuros como el final de la Edad Media. El equipo de arte visitó más de cien castillos y ciudades del sur de Alemania, y coordinó a cientos de extras para plasmar en la pantalla la vida cotidiana de los mercados y conventos. La República Checa y el Vaticano han sido otros de los escenarios elegidos para el rodaje. La inclusión en el reparto de actores como Bruno Ganz (El hundimiento) y el veterano Peter Ustinov (Espartaco, El aceite de la vida) aportan la nota de calidad a una película con claro sabor europeo.
Una aventura puede comenzar con la visita de un mago que va en busca de un anillo, pero también con un tipo que se sienta sencillamente en una mesa con una pluma y muchas ganas de cambiar el mundo. Lutero pertenece al segundo tipo, y tiene la ventaja de que continúa aquí y ahora. La aparición de la imprenta, o la democratización de la cultura. El nacimiento de la autonomía de conciencia, que es el germen de nuestra idea de Libertad. También las guerras que partieron por la mitad a Europa, y que aún persisten, sólo que con otros nombres y en otros lugares. Decididamente, no está mal echar de vez en cuando— la vista atrás para saber de dónde venimos y —tan sólo quizá— averiguar a dónde vamos.
2005-CINE-2006: Sin ganadores ni perdedores
Texto de José Miguel Campos
Publicado
El 2005 nos ha traído luces y sombras, estrenos millonarios y extraordinarias sorpresas. En ExPERPENTO hemos querido hacer memoria de todo un año de cine. Por favor, pasen y vean…
Sin duda, El hundimiento ha sido -con permiso de Million Dollar Baby y El aviador– la película del año. Más allá de la interpretación de Bruno Ganz, más allá de sus escenarios claustrofóbicos e impecable ritmo, la recreación de Olivier Hirschbiegel sobre los últimos días de Hitler consiguió ponernos contra las cuerdas por medio de la más cruda objetividad. Dicen que a Hollywood le sentó a cuerno quemado la falta de denuncia, ese guión sin buenos ni malos. El Oscar a la Mejor Película Extranjera recayó sobre la española Mar adentro, y algunos afirman que esa decisión fue un ajuste de cuentas. En cualquier caso, El hundimiento supone un buen punto de partida a la hora de analizar las tendencias de todo un año de cine.
Mirando atrás…
Hay que destacar la masiva proliferación de biografías, remakes y secuelas que han inundado nuestras pantallas. A la espera del Capote de Philip Seymour Hoffmann, este año hemos podido adentrarnos en las virtudes y miserias de personajes tan dispares como Howard Hughes, Ray Charles, Camarón de la Isla o François Mitterrand. Que la imaginación no se encuentra de buena salud en los tiempos que corren es algo innegable. Las pruebas son evidentes: King Kong de Peter Jackson y La guerra de los mundos de Spielberg se han llevado un buen pellizco de las taquillas con su fórmula a medio camino entre el homenaje y el refrito. Charlie y la fábrica de chocolate de Tim Burton se estrenó con aires de novedad, olvidando que el relato de Roald Dahl ya había sido llevado al cine en 1971. Torrente salvó de nuevo los números del cine español…
¿Y qué nos depara el 2006?
Será mejor cruzar los dedos, porque Superman, Instinto básico II y una nueva entrega de Indiana Jones están a la vuelta de la esquina. El terreno de las adaptaciones también ha sido muy frecuentado por los cineastas. El método de Marcelo Pyñeiro y Ninette de José Luis Garci han cosechado un notable éxito de público y críticas de muy diverso signo. El mercader de Venecia, con un reparto encabezado por Al Pacino y Jeremy Irons, y El secreto de los Hermanos Grimm de Terry Gilliam son otro par de buenos ejemplos.
El cómic también ha sido una rentable fuente de ideas. Hemos presenciado el origen de Batman, las acrobacias de Los cuatro Fantásticos y la sangre sobre el blanco y negro de Sin City. También la ultraviolencia de Doom, inspirada en las escabechinas interplanetarias del videojuego del mismo nombre. Por encima de todas destaca la genial American Splendor, basada en la no-vida del guionista de tebeos Harvey Pekar. Esta película logra demoler una vez más las fronteras entre ficción y documental y que todos nos sintamos un poco menos raros.
… y hacia otros lugares
El hundimiento puso de manifiesto que una película europea -en este caso, alemana- es capaz de transgredir los límites del circuito de versión original y hacerse con el primer puesto del ranking de taquilla. Un caso parecido es el de la francesa Los chicos del coro, cuyos ingresos sólo fueron superados por los de la banda sonora compuesta por Bruno Coulais. Ante la escasez de ideas del cine norteamericano, no queda otra que refugiarse en las historias pequeñas que tienen la osadía de nacer del corazón y no de un estudio de mercado.
De Inglaterra nos llegaron las propuestas de algunos de sus directores más veteranos: Ken Loach, con Sólo un beso, y Mike Leigh, con El secreto de Vera Drake, demostraron que quien tuvo retuvo, aunque quizá ya se vayan echando en falta ciertos aires de renovación. Hotel Rwanda denunció el silencio de la comunidad internacional ante el genocidio de 1994. Dirigida por Terry George, puso el dedo sobre la llaga, al igual que otras producciones como la palestina-israelí Domicilio Privado y la demoledora Las tortugas también vuelan, que invitaron a la reflexión sobre los destinos de un mundo que cada vez se nos escapa más de las manos. Con otro registro, Win Wenders se sumó a la denuncia con Tierra de abundancia, al igual que el documental argentino Memorial del saqueo.
Hierro 3 de Kim Ki-duk, Old boy de Park Chan-wook y 2046 de Won Kar-wai nos llegaron de Oriente como soplos de aire fresco, al igual que No sos vos, soy yo, de Juan Taratuto o la turco-alemana Contra la pared. Esta última nos conmovió con la historia de dos perdedores que, sin llegar a proponérselo, un buen día aprenden a amarse. Rodada en Munich y Estambul, tiene ese raro encanto de lo que puede suceder aquí y ahora, y al mismo tiempo en ninguna parte. No estaría mal que este año que comienza nos trajera historias como ésta. Al fin y al cabo, el buen cine nace de la necesidad de contarle a los demás lo que a uno le pasa y -eso sí- de tener el acierto de hacerlo con belleza.
«Buenas noches, y buena suerte». Historias de la tele.
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/02/2006
Ya sabíamos que George Clooney era guapo. Poco a poco, nos hemos dado cuenta de que además es un excelente actor. Y ahora resulta que, a tenor de las seis nominaciones que ha conseguido su última película, demuestra que ¡es buen director!
Mientras nos recomponemos, quizá sea interesante echar un vistazo a Buenas noches, y buena suerte. ¿Será para tanto? Esperemos que no, por el bien de nuestro ego. Lo cierto es que la apuesta es bastante arriesgada: rodada en riguroso blanco y negro y sin apenas exteriores, Buenas noches, y buena suerte es la crónica del enfrentamiento televisivo protagonizado por el comentarista político Edgard R. Murrow y Joseph McCarthy, instigador de la Caza de Brujas norteamericana. La inclusión de más de veinte minutos de imágenes de archivo muestra hasta qué punto Clooney se sale de los cauces habituales para ilustrar un problema que no ha perdido vigencia: la lucha entre el poder y la libertad de prensa.
Hay quien interpreta esta película como un ataque directo contra el gobierno de Bush. Sea como sea, Buenas noches, y buena suerte llama por sí misma la atención. Su descarado homenaje a una de las épocas doradas de la televisión, las sólidas interpretaciones y ese aire artesanal que tanto agradece Hollywood de vez en cuando le otorgan un lugar privilegiado en todas las quinielas. Queda por averiguar cómo le afectará -sobre todo en un país como Estados Unidos, tan dado a los maniqueísmos- la intencionalidad ideológica que algunos le adjudican.
«Brokeback Mountain». Rompiendo estereotipos
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/02/2006
A medio camino entre el clasicismo y la trasgresión, la última película de Ang Lee lo tiene todo para llevarse el gato al agua. El director de Tigre y dragón ha partido de un texto de la ganadora del Premio Pulitzer Annie Proulx para conmover a medio mundo con esta historia de amor ambientada en uno de los entornos preferidos del cine norte-americano: el Salvaje Oeste.
La mayoría de los críticos coinciden en señalar que las buenas películas del Oeste son una metáfora de nuestro mundo. Más allá de los vastos paisajes y las sempiternas peleas con los indios, un western siempre nos habla de personas que deben luchar contra un entorno hostil. Brokeback Mountain retoma esta idea y la adapta a los tiempos que corren, a través de la historia de Jack y Ennis, dos jóvenes vaqueros que inician una relación amorosa al margen de la estrecha moral imperante en Signal, un pequeño pueblecito de Wyoming. La sociedad y sus normas se constituyen así como el principal caballo de batalla para una relación que se prolongará, entre ausencias y reencuentros, más de veinte años.
Quizá el principal acierto de Ang Lee haya sido el tomar elementos del western y combinarlos con otros de diversa procedencia: el melodrama clásico, el ritmo pausado propio del cine oriental y el acabado característico de las grandes producciones. El resultado convenció al jurado de los Globos de Oro y todo parece indicar que no se irá de vacío el próximo cinco de marzo.
«Capote». Un don y un látigo
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/02/2006
Así definía su relación con la literatura. Hipersensible, egocéntrico y dotado de un inmenso talento, Capote se ganó el aplauso de la flor y nata de la sociedad neoyorquina… De todos, menos de sí mismo.
El director Bennett Miller compite por una estatuilla con este retrato basado en una de las épocas más intensas del autor de Desayuno en Tiffany’s. Todo comenzó con el horrible crimen de los cuatro miembros de una adinerada familia. Capote recibió el encargo de escribir un artículo sobre el impacto del suceso en la pequeña comunidad de Kansas. Lo que comenzó como un trabajo rutinario se prolongó durante más de cinco años. El resultado fue A sangre fría, una de las novelas más aclamadas de la literatura norteamericana.
«Cuando la leí por primera vez —afirma Dan Futterman, guionista de la película— pensé que el personaje más interesante era el que no aparecía: Truman Capote.» Lo cierto es que, según afirma la última biografía publicada, el escritor encontró durante sus pesquisas algo más que la verdad sobre los crímenes. «Truman —dice Futterman— estaba predestinado a destruirse. Su final sería muy parecido al de aquellos asesinos sobre los que escribió. Siempre le movió una insaciable sed de reconocimiento.»
El guión huye de los aspectos más trillados de la vida de Capote y se centra en lo que le consagró como una de las personalidades más interesantes del pasado siglo: su amor -que a veces se convirtió en auténtico odio- por el oficio de escribir.
«El arco» de Kim Ki-duk
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/03/2006
Érase una vez un pescador que vivía en medio del mar con una muchacha a la que recogió cuando era niña. El viejo había esperado a que tuviera diecisiete años para casarse con ella y ya preparaba con pasión los últimos detalles de la boda. Y como sólo tenía ojos para la joven esposa, se le pasó por alto lo más importante: él no era el único pescador en aquellos mares.
No es gratuito comenzar así la sinopsis de El arco, porque la verdad es que la última película de Kim Ki-duk tiene mucho de cuento o, si se prefiere, de haiku. A quienes ya conozcan el registro del director sur-coreano les agradará saber que ésta combina la espiritualidad de Primavera…, el gusto por el silencio de Hierro-3 y el desparpajo visual de Samaritan Girl.
Una embarcación y un arco —con el que el viejo pescador tiene que hacer frente sus rivales— se perfilan como los principales símbolos de una narración que pasa de la ternura a la violencia con una facilidad pasmosa. Quizá —y puede que esto sea sobre lo que nos quiere alertar Ki-duk— el amor sólo puede vivir en libertad: cuando intentamos retenerlo, ya hemos comenzado a perderlo.
«He ilustrado los deseos y las esperanzas de un hombre mayor y solitario a través de una muchacha a la que jamás podrá poseer.»
Estas palabras pertenecen al propio director, y deben servir para ponernos sobre aviso: estamos ante una película triste. El preciosismo de muchas de las secuencias (entre las que destaca especialmente el baño diario de la novia) no es óbice para que la el Ki-duk ofrezca un relato bastante crudo de algunas pasiones humanas. Las buenas actuaciones, unidas a un final muy poco convencional y al excelente trabajo de cámara, suponen otro aliciente más para salir de casa el último viernes de marzo y comprobar por qué muchos cinéfilos llevan ya un tiempo mirando hacia Oriente.
«Volver» de Pedro Almodóvar
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/03/2006
Controvertido, apasionado y genial. Pedro Almodóvar se reencuentra con sus orígenes con Volver, una comedia dramática desarrollada en La Mancha e impregnada de algunas de sus mejores esencias. Una historia de mujeres con muchas cosas que decir.
El llano manchego sirve esta vez de escenario para una historia de muerte y resurrección. Carmen Maura interpreta al espíritu de Irene, muerta en un incendio junto a su marido y ahora reaparecida, para sorpresa de su hermana —Chus Lampreave— y desconcierto de sus hijas Raimunda y Sole, interpretadas por Penélope Cruz y Lola Dueñas. Detrás de estas apariciones se esconden viejos asuntos, palabras nunca dichas y una buena dosis de humor negro que pretende destruir los tópicos más arraigados sobre la España profunda.
Lo cierto es que esta película —decimosexta en la carrera de Almodóvar— supone en sí misma una vuelta a ciertos usos que gran parte del público comenzaba a echar de menos: el amor por las mujeres y la feminidad, el gusto por la comedia y la reflexión sobre cuestiones como la maternidad o los celos, capitales en la filmografía del director. El reparto —compuesto en su mayoría por mujeres— supone, en cierto modo, un intento de reconciliación con quienes se habían mostrado desconcertados ante los caminos, ciertamente espinosos, que Almodóvar emprendió con La mala educación.
En cualquier caso, muchas de las miradas estarán puestas en Carmen Maura. Espléndida, la actriz madrileña confiesa que «si bien las cosas han cambiado desde Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, la experiencia ha resultado tan refrescante como siempre». Esperemos que, aunque la extraordinaria empatía que demostraron en sus primeras colaboraciones pertenezca ya al terreno de la nostalgia, vuelvan a saltar chispas de esta antigua conexión. Sin duda, muchos lo agradeceremos.
«Brick», de Rian Johnson
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/11/2006
¿Qué podría surgir de un cruce entre «El Halcón Maltés» y «American Pie»? Probablemente, muchas cosas. Una de ellas —y bastante digerible, dado lo arriesgado de la combinación— es «Brick», la primera película de Rian Johnson, un californiano de treinta y tres años que ha tenido la ocurrencia de situar en la High School de su adolescencia toda la acción de un relato de detectives de Dashiel Hammet.
El inexplicable asesinato de una estudiante sirve de punto de partida para una historia repleta de pistas falsas y largos cigarrillos que ha merecido un Premio Especial del Jurado en el último Festival de Sundance.
«Cuando estás en el instituto, nada es tonto o fútil. Las cosas parecen, si no de vida o muerte, muy importantes y míticas», explica el director. «Intentamos recrear eso en la película, pero elevándolo a su máximo exponente. ¿Y… qué hay más intenso que una historia de cine negro?» Lo cierto es que, en muchos momentos, Brick constituye un homenaje a muchos de los elementos que siempre han encumbrado a esta tradición: el guión enrevesado y traicionero, las dosis justas de puñetazos y una inestable animadora que no dudará en poner en juego todos sus encantos para volver loco al protagonista.
Realizada por un equipo comprometido y financiada gracias a las aportaciones de familiares y amigos, Brick es una película que gustará a todos los amantes de las buenas películas. Y sus continuos guiños a un cine que ya no se hace suponen una buena excusa para volver a disfrutar de un género con filosofía inconfundible: el bien y el mal no existen en un mundo en el que todos tenemos algo que ocultar.
«El truco final (El prestigio)» de Christopher Nolan
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/01/2007
Introducimos en el interior de una chistera los siguientes elementos: la veteranía de Michael Caine, la turbadora presencia de Scarlett Johanson y el oficio de Hugh Jackman y Christian Bale. Le añadimos un guión bien construido, un puñado de gusto en la producción y el tirón de un David Bowie para el que parece haberse detenido el tiempo…
Nada por aquí, nada por allá. ¡Tachán! Levantamos de un plumazo la chistera y observamos con detenimiento el gesto patidifuso del público. Y es que de una película de magos dirigida por Christopher Nolan (Batman Begings, Memento) uno puede esperarse casi cualquier cosa. Pero lo cierto es que esta historia de dos ilusionistas capaces de todo por descubrir la tramoya que se halla bajo los trucos de su contrario, se ha convertido en una de las sorpresas más agradables de la cartelera.
Ambientada en el Londres de finales del XIX, El truco final (El prestigio) nos muestra un mundo en el que ciencia, peligro y teatro se conjugaban con una única pretensión: hacer posible lo imposible.
Sin duda, una buena opción de cara a un invierno poblado de remakes y secuelas de secuelas. Las desapariciones, los juegos de manos y algún que otro tiroteo ponen la guinda a un relato que bien podría haber surgido de la imaginación de un (inspirado) Tim Burton o de la pluma del Roald Dahl más despiadado.
«Desmontando a Harry» de Woody Allen (1997)
Texto de José Miguel Campos
Publicado 17/03/2007
Asúmelo, han pasado diez años. Diez años desde que vacilabas de conocimientos cinematográficos con aquella rubia que, no obstante, acabó dejándote a la semana por un instructor de full-contact. Diez años desde que tu novio se durmió por enésima vez en el Renoir cuando le llevaste a ver Carretera Perdida. Fuiste grunge, fiestero, universitario. Después, vuelves a ser tú mismo, más solo que la una y sin un duro, todo el día mirando —en vano— las ofertas de InfoJobs. Y… ¿qué te queda ahora?
Pues, al menos, un puñado de buenas películas que, como los buenos amigos, a veces reaparecen por sorpresa en el momento en que más los necesitas. En mi caso, una apuesta segura para esas sesiones de cine-terapia es Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, 1997), que me sigue pareciendo una de las historias más bonitas de Woody Allen, ese tipejo que —reconozcámoslo— es el único individuo sobre la faz de la Tierra al que le sientan bien las gafas de pasta.
Pero centrémonos: un escritor y sus personajes. Eso es todo. Y, a su alrededor, todo un mundo de relaciones, compromisos y obligaciones que ni quiere ni puede entender. Si hemos de dar al césar lo que es del césar, hay que decir que buena parte de la trama ya había sido planteada por Bergman en Fresas Salvajes (Smultronstället, 1957). Pero el viaje que emprende Harry Block es único desde el mismo momento en que decide liarse la manta a la cabeza y elegir como compañeros de camino a una prostituta adicta a la marihuana y a un amigo hipocondríaco y, ya que estamos, pasarse la tutela por ahí mismo y secuestrar a su hijo de las garras de su ex esposa. Si algo bueno tiene el caer muy, muy bajo es que puedes hacer lo que te de la gana: no tienes nada que perder.
Hace diez años vi por primera vez Desmontando a Harry, y recuerdo aquel desbarajuste de planos y cortes, realidad y ficción, alcohol y antidepresivos con una mezcla de cariño y amargura. Aquel chico al que la muerte venía a buscarle por equivocación, Kristy Alley bordando el papel de judía neurótica y ultra-ortodoxa y ese tipo que había ido a parar al Infierno por haber inventado en vida los muebles de metacrilato. Desde luego, se lo merecía.
La verdad es que tampoco le vendría mal a Woody pasar una temporadita en el Purgatorio por habernos hecho creer a muchos que, quizá, teníamos a un Harry Block dentro y que podíamos parir mundos y personajes como aquellos. Hay que fastidiarse. Aunque, bueno, eso ya es otra historia.
«Solteros» de Cameron Crowe
Texto de José Miguel Campos
Publicado 17/04/2007
Si hoy en día quieres ser moderno, tienes que esforzarte: pantalones Diesel, camisetas de Custo Barcelona y complementos de una tienda que, a pesar de llamarse Homeless, vende los bolsitos a precio de oro. Y todo ello sin olvidar que, para tu adecuada incorporación a la vanguardia, debes estudiar algo como Dirección de Arte, parecer un tío si eres una tía o una tía si eres un tío y escuchar grupos islandeses que hacen canciones de doce minutos a base de pitidos de ocarina.
Qué estrés, ¿no? Bueno, el que algo quiere, algo le cuesta. Pero quién diría que hubo un tiempo en que para molar –pero bien– bastaba con agenciarse un jersey roto de la abuela, dos camisetas desteñidas y unos cartones de Cumbres de Gredos. Uno se sentaba con sus colegas en un banco y sencillamente disfrutaba destrozando con una guitarra las melodías de gente a la que –y he aquí la diferencia– le corría sangre por las venas: Soundgarden, Pearl Jam, Smashing Pumpkins (aunque a éstos se les acabó concentrando en la cabeza), Alice in Chains, Sonic Youth y, por encima de todos, alfa y omega del cotarro, Mr. Cobain, aquel chico que tenía la rara cualidad de convertir lo feo en bonito y que murió como mueren los buenos rockeros: con las zapatillas puestas y hasta el culo de Royphnol.
A aquel documental de cuyo título mejor no acordarse, podemos sumar una película poco conocida y aún menos valorada. Solteros (Singles, 1992) fue una comedia dirigida por Cameron Crowe que contaba las aventuras de un puñado de veinteañeros que vivían puerta con puerta en un viejo bloque de apartamentos del Seattle. En síntesis, la cosa venía a ser una especie de Friends, pero sin pijerío y con algo más de mala leche: un aspirante a Eddie Weder pelín tontorrón (cuya banda se llamaba Ciudadano Pene), una groupi adicta a la lechuga, un ingeniero con ganas de cambiar el mundo y una activista medio-ambiental con cierta tendencia a la ciclotimia conformaban el grueso de la cuadrilla.
Como suele ocurrir con este tipo de guiones, el amor –o, más bien, cómo la gente se pasa la vida buscándose para luego olvidarse y echarse de menos– suponía el motor principal de una historia que ganaba enteros gracias a una banda sonora tan melancólica como distorsionada. Casi famosos (Almost Famous, 2000) fue la siguiente incursión de Crowe en el guitarreo, aunque ésta carecía, en mi opinión, de la frescura de Solteros. Cutre, directa y desaliñada. Sin duda, un perfecto homenaje para un estilo musical cuyo nombre aludía, literalmente, a las pelotillas que a uno le salen entre los dedos de los pies.
«La flauta mágica», de Kenneth Branagh
Texto de José Miguel Campos
Publicado 18/05/2007
Kenneth Branagh —conocido por sus adaptaciones cinematográficas de la obra de Shakespeare, entre ellas la estupenda «Enrique IV»— vuelve a las andadas y resucita otra perla de la cultura occidental: «La flauta mágica», ópera en dos actos compuesta en 1791 por Wolfgang Amadeus Mozart.
Para la ocasión, el director irlandés ha escogido un reparto íntegramente compuesto por cantantes profesionales, desconocidos para el público habitual de las salas de cine pero capaces de bordar como nadie la partitura del genio austriaco.
Papageno y Papagena, el valiente Príncipe Pamino, el sabio Sarastro y la embaucadora Reina de la Noche, entre otros, se dan cita en lo que algunos califican de una superproducción que no necesita de efectos especiales para ser verdaderamente espectacular.
«Tres colores: Blanco» de Kieslowski (1994)
Texto de José Miguel Campos
Publicado 17/10/2007
Es curioso, pero la que nos ocupa es una de las trilogías sobre las que nadie se pone de acuerdo. Algunos dicen que la mejor de las tres películas es «Azul», con sus interminables planos de Juliette Binoche tragando saliva frente a un piano vacío. Otros se quedan con «Blanco» y las desventuras de aquel pobre inmigrante polaco enamorado. Y finalmente, los hay que se declinan por la voluntad introspectiva de «Rojo». Lo más extraño es que, tanto unos como otros, nunca saben explicar el porqué de su elección; cuando les preguntas, sonríen y se encojen de hombros. Y eso es todo.
Yo tampoco puedo decir mucho más de Blanco, mi favorita. Quizá sea su guión, escrito a la vieja usanza, una de esas historias que comienzan con un personaje hundido, lo elevan hasta la cima y lo dejan caer después hacia un abismo aún más inhóspito y profundo.
Karol vendría a ser una ejemplar y contemporánea encarnación del héroe clásico: de inmigrante ilegal en el interior de una maleta a una Varsovia rendida a sus pies media un camino que sólo unos pocos son capaces de recorrer. ¿El objetivo? Demostrar a la mujer que le acaba de dejar a la altura del betún que aún sigue siendo un hombre.
Y que, además, la ama más que nunca. Ahí es nada. El amor es algo extraño —eso lo sabemos todos— pero encima tiene su propio lenguaje, que tan sólo conocen aquéllos que, en un determinado lugar del tiempo y del espacio, han decidido quererse. Todo esto se lo contaba Karol, acurrucado en el metro parisino, a otro hombre que le había ofrecido una botella y estaba a punto de pedirle un favor: matar a un amigo que se había cansado de recorrer una y otra vez el mismo camino. Y, a partir de aquí, este cronista renuncia a destripar una trama que no sólo disfrutarán aquellos que no hayan visto la película, sino también los que, en este momento, se hayan entregado al placer de recordarla -fin último de estas líneas.
Aún me queda hablar de ella. Sí, de ella: una Julie Delpy que revienta de guapa, sensual y mala; y que tiene el talento suficiente para hacer que estos tres adjetivos parezcan uno solo en la piel de Dominique, la otra depositaria de las reglas de este flirteo de hora y media que, en mi opinión, es Tres colores: Blanco.
Permítame el lector que le cuente un secreto: conocí a una Dominique, y yo hice durante buenos ratos de Karol. Nos proporcionamos tanto amor como dolor, erigimos un auténtico altar al término putada. Mis amigos se llevaban las manos a la cabeza, y me preguntaban cómo era posible que siguiéramos juntos. Entonces yo torcía la boca, me encogía de hombros. Así éramos nosotros y, al igual que en la historia de Kieslowski, sólo entre nosotros tenía sentido.
«La boda de Muriel» de P. J. Hogan (1994)
Texto de José Miguel Campos
Publicado 17/11/2007
¿Encajar o no encajar? Ése es el verdadero dilema. ¿Seguir siendo tú misma, tan buena, buena persona que todo el mundo acaba tomándote por una pardilla? ¿O convertirte en una de esas arpías que siempre terminan llevándose el gato al agua? El mundo es miserable, eso ya lo sabes. Pero cuando uno decide dejar de pelearse con él y, ay, tratar de adaptarse, sólo te queda una: ser miserable al cuadrado.
Muriel no era, lo que se dice, guapa. Tampoco era inteligente y, desde luego, tanto sus modales como su indumentaria no satisfacían las estrictas exigencias de Porpoise Spit, un pueblecito de la costa australiana en el que la máxima aspiración de una mujer pasaba por trabajar de representante cosmética, sujetar con estilo la pajita de los cócteles y encontrar un buen marido. Su padre —todo un marido profesional, amante incluida— decía que era una inútil. Sus amigas se tapaban el rostro cada vez que la veían aparecer, tan feliz con su vestido de hombreras, en el garito de los sábados noche. La buena de Muriel aguantaba todo esto y más, soñando con el día en que pudiera demostrar a todos que ella merecía la pena…
… hasta que decidió que ese maldito día había llegado ya. Estrategia para dejar con un palmo de narices a todo el mundo: dile a tu padre que has conseguido un trabajo y que te vas con tu primera nómina de vacaciones —pero antes, róbale todo el dinero de la cuenta bancaria—. Vete efectivamente de vacaciones (eso sí era verdad) y encuéntrate en la sala de fiestas del hotel con tus presuntas amigas, ésas que llevan media vida puteándote. Explícales que, en realidad, no te importa demasiado, ya que ellas llevan la otra media haciendo lo propio entre sí. Procura que se enteren en ese mismo instante. Habrá una pelea, chillidos y ojos morados. Vete de allí con elegancia. A estas alturas, tu padre estará buscándote por los programas de televisión y tu estarás lejos, comenzando una nueva vida con un nuevo nombre.
Y fue entonces cuando Muriel se convirtió en Mariel.
El personaje genialmente interpretado por Toni Collette iniciaría así un viaje que no sólo la llevaría de su pueblito natal a la chispeante ciudad de Sidney, sino uno más sutil y que a menudo suele pasar desapercibido para el común de los mortales: el que nos lleva a conocernos a nosotros mismos y —más allá del proyecto vital que los demás suelen presuponer para nosotros— a averiguar cuál es nuestro verdadero lugar en el mundo.
¿Encajar o no encajar? Lo cierto es que la respuesta al eterno dilema no siempre es fácil y, a luz de esta bonita historia escrita por el australiano Paul Hogan (no confundir con el de los cocodrilos, aunque sean paisanos) la opción más obvia no siempre merece la pena.
«La locura del Rey Jorge» de Nicholas Hytner
Texto de José Miguel Campos
Publicado 17/01/2008
Quién no haya tenido la suerte de hablar con un loco alguna vez (o de perder ligeramente la cabeza por un tiempo) quizá desconozca algo que todo el mundo debería saber sobre la locura: en sí misma, no es un gran tormento. Un loco puede ser tan feliz o tan desdichado como cualquier ser humano. Su verdadera desgracia comienza, en realidad, cuando no le queda otra que vivir su desvarío entre cuerdos.
Porque al fin y al cabo, ¿qué es estar loco sino ver, escuchar, sentir y darle a la lengua un poco más de lo que el resto del mundo considera adecuado? En este sentido, la locura de Jorge era un tanto peculiar, pues era él, Rey de Inglaterra, el que marcaba con mano de hierro los límites de lo amable y lo insolente, lo aceptable y lo intolerable, lo cariñoso y lo descarado. «Es sólo que estoy algo perdido», le decía a su reina. Y entonces le daba por correr en paños menores a lo alto de la torre para gritar a los cuatro vientos que Londres iba a ser víctima de un nuevo Diluvio Universal.
La verdad es que algo de razón no le faltaba al hombre, pues en esta estupenda película escrita por Alan Benett y dirigida por Nicholas Hytner se pone meridianamente de manifiesto otra de las grandes verdades sobre la locura: cuando uno pierde el juicio, deja de contar para los juiciosos, de ser una persona capaz de decir «¡esta es mi boca!» y a convertirse, en definitiva, en lo que, simple y llanamente, entendemos por un loco. En nuestra historia, todo esto se traducía en que todos los que rodeaban al Rey decidieron aprovechar la ocasión para reinar, eso sí, cada uno a su manera: el Príncipe de Gales, proclamándose regente; y los ministros, proponiendo como regente a un príncipe que era un pelele para poder hacer y deshacer como sus colegas colonos del otro lado del charco, erigidos en una nueva y flamante nación.
De cómo el Rey recuperó su cordura -y a lo que tuvo que renunciar para recuperarla- es algo de lo que no daré cuenta aquí, por tratarse de algo tan inteligente y hermoso que ha de ser visto de primera mano. En cambio, sí me gustaría aprovechar estas líneas para contaros que La locura del Rey Jorge (1994) también es una de las películas favoritas de alguien a quien conocí una vez. Ella era una mujer, artesana de oficio y madre, cuyos neurotransmisores decidieron un día, cachis, que estaban hartos de hacer siempre lo mismo y se dedicaron a fabricar peces de colores que nadaban a su alrededor. Este trance duró tres años, estuvo en muchos hospitales, tomó muchas pastillas y dejó de ser muchas cosas. Ahora ya está mejor y, a veces, le pregunto cómo es volverse loco. Ella siempre me responde que no está tan mal como la gente piensa… si simplemente consistiera en ver al pez de colores que de vez en cuando sigue volviendo -¡el muy sinvergüenza!- por su habitación. Una vez, incluso, hasta llegó a acariciarlo.
«Savage Grace» de Tom Kalin
Texto de José Miguel Campos
Publicado 17/01/2008
Dicen que este drama, dirigido por Tom Kalin («I Shot Andy Warhol»), arrancó quince minutos de aplausos tras su proyección en la Quincena de los Realizadores, una de las dos secciones paralelas del Festival de Cannes. Lo cierto es que, a poco de su estreno en España, tiene muchas papeletas para convertirse en una de las opciones más recomendables de la cartelera.
Esta bonita —pero bien amarga— narración de los avatares reales de la familia Baekeland, famosa tanto por dar su nombre al primer plástico de la historia como por protagonizar una serie de dramáticos acontecimientos en los que el desamor y la locura culminaron con un asesinato y un incesto. Bárbara Baekeland, encarnada por una estupenda Julian Moore, supone el principal elemento catalizador de una trama que cuenta, además, con la participación de Elena Anaya, Belén Rueda y Unax Ugalde.
La coproducción hispano-norteamericana y el rodaje en varias localizaciones del Mediterráneo parecen haber sido vitales para la producción de una película que, en opinión de su productor Icaer Monfort, tan sólo podía hacerse en España, dado el pudor que la sociedad estadounidense manifiesta hacia determinadas realidades… y hacia determinadas maneras de contarlas.