Texto de R. Muñoz
Imagen: cubierta de El cuento de la criada de la Editorial Salamandra
Título original: The Handmaid’s Tale
Año: 1985
Editorial: Salamandra (2017)
Margaret Atwood publicó El cuento de la criada en 1984, ocho años después del final de la Guerra de Vietnam y 1984 es una de las distopías pioneras, publicada en 1949, cuatro años después de la Segunda Guerra Mundial.
Son coincidencias, nada más, que cobran un poco de sentido cuando nos despertamos en un sinfín de desastres. Imaginaos el argumento: tras una pandemia mundial, luchamos por sobrevivir en un occidente de veranos eternos y termómetros en máximos, de lluvias torrenciales que arrasan con todo, de nevadas históricas, de guerras a las puertas de Europa, de amenazas nucleares, de mercados topados por el monopolio tecnológico y energético y de veneno expandido por partidos de la extrema derecha.
Cuando la realidad se vuelve irrespirable, las distopías literarias se convierten en un manual de instrucciones para sobrevivir al fin del mundo.
Pero hablemos de Margaret Atwood y El cuento de la criada. Nos situamos en algún momento entre finales de los setenta y principios de los ochenta y vemos el mundo a través de los ojos de Offred, la criada de un matrimonio entrado en años. Descubrimos un mundo lleno de prohibiciones y abusos.
La sociedad se ha organizado de tal manera que las mujeres solo son las piezas de ajedrez que mueven los hombres. Hay marthas, hay criadas, hay esposas y esposas lowcost, que son la mezcla de las otras tres «castas», y se distinguen por los colores de sus vestimentas.
No sabemos qué ha pasado, solo que del fanatismo religioso, Estados Unidos mutó a Gilead, una realidad totalitaria basada en la explotación de las mujeres. No hay un narrador omnisciente, no sabemos qué ocurre donde no llega la mirada de Offred. Conocemos su pasado pero no sabemos qué ha ocurrido con su madre, con su marido o con su hija. Estamos igual de aislados que la protagonista que se enfrenta a un presente incomprensible. Sentimos su terror hasta el punto y final de la novela.
La serie de televisión
Hay algunos detalles que transforman las sensaciones que provoca el libro de Atwood en contraste con la primera temporada de la serie protagonizada y producida por Elisabeth Moss. A modo de esquema, lo más evidente es que ambas obras son contemporáneas, es decir, que el libro nos sitúa en su tiempo, y la serie en el nuestro. En estas cuatro décadas se han transformado las sociedades y, en concreto, ha cambiado mucho lo que tiene que ver con el pensamiento feminista.
Lo más trascendente, a nivel narrativo, es lo que decía antes: en la novela solo conocemos lo que ve Offred mientras que en la serie hay un narrador omnisciente: por ejemplo, sabemos lo que hacen el comandante y Serena Joy cuando June no mira.
Esos dos matices explican que nuestra reacción sea tan distinta ante la misma realidad y por ello las experiencias no son excluyentes, sino complementarias. Con la novela sentimos confusión, ahogo y miedo y con la serie, rabia y ganas de venganza. Dicho de otra manera, a Offred le decimos: «cuidado» y a June le gritamos: «reviéntalos». La lástima es que muchos vimos la serie antes de leer la novela y arrastramos el ímpetu vengativo al texto que nos deja un poco fríos.
¿Es una distopía?
Las distopías son esperpentos. Si ponemos la realidad ante un espejo del callejón del gato, salen los monstruos, o lo que es lo mismo, reconocemos los presupuestos y nos aterrorizan las consecuencias. A modo de ejemplo, la retransmisión primera temporada de El cuento de la criada coincidió en España con la polémica incitada por Ciudadanos sobre los vientres de alquiler, y muchos vimos la analogía. Así mismo, en la red es fácil encontrar testimonios de personas que empezaron a leer la novela en el confinamiento y no fueron capaces de terminarla por culpa de la ansiedad que les provocaba.
Y dejo aquí una reflexión: a poco que nos informemos sobre la revolución de los velos en Irán, o sobre el sometimiento de las mujeres afganas, concluiremos que hay lugares en los que El cuento de la criada no es una distopía y que Gilead está más cerca del relato dulce que de la exageración. Y esto emborrona los discursos del «yo haría» o del «eso no puede suceder». Porque sucede y miramos a otro lado.