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Texto de Raquel Carrillo
Ilustración de Rubén Rodríguez Rísquez
Puntadas sin hilo
Para Carmiña, escribir era como coser, las puntadas eran palabras. Su madre le enseñó a hacerlo sin prisas. Ese era el secreto, le dijo, dar cada puntada como si fuera la más importante de tu vida. Solo que pronto aprendió que ella no necesitaba hilo.
Le bastaba con contemplar las nubes y observar que pueden formar palabras. O con «bajar al bosque», como llamaba ella a coger el Metro. Entre lo elevado y lo terrenal, a Carmiña le salía sola la creatividad cotidiana. Mirar entre visillos la belleza de las plácidas retahílas provincianas, y mezclarlas con lo posmoderno en un sofisticado revoltijo.
Siempre supo que era una chica rara. Que no estaba cortada por el mismo patrón que las demás. Creyó que casándose con otro escritor iba a ser feliz. Pero lo cierto es que se presentó al Nadal a escondidas de su marido, Rafael Sánchez Ferlosio, con una de sus mejores confecciones, unos Entre visillos que nunca le gustaron a él. O no supo entenderlos, como le decía ella.
Las primeras costuras asomaron a la vida de Carmiña cuando murió Miguel, su primer bebé con siete meses. Aunque pronto quedó embarazada de nuevo y dio a luz a Marta, La Torci, la niña de sus entretelas, a la que siempre encontraba torcida en la cuna.
De 8 a 8 hacía la casa, cocinaba y cosía. Pero cuando acostaba a su hija era cuando daba las verdaderas puntadas. Tiraba del hilo en la búsqueda del interlocutor perfecto, que solo encontró en su hija Marta cuando creció. A su marido le dedicó su primer libro al separarse: «A Rafael, que me enseñó a habitar la soledad, y a no ser una señora».
Comprendió que había que irse de casa, y se largó a Nueva York, la ciudad de la libertad. «Aunque la libertad siempre da algo de miedo cuando se ve de cerca, ¿no lo sabías?», escribió en uno de esos Cuadernos de todo que le regaló a La Torci. En esos cuadernos, disfrutaba enhebrando palabras con fotos de periódicos americanos, customizando así vanguardistas collages.
En la distancia, algo intuyó Carmiña, cuando escribió El pastel del diablo, el único cuento de su madre que La Torci no leyó, a pesar de sus insistencias. Cuando volvió, Marta ya estaba enferma. Fue culpa de una aguja sin dedal. Una de las primeras víctimas del sida en España. A Calila, que era como ella la llamaba, se le congeló el corazón, como a Leonardo en La reina de las nieves, escritura que no fue capaz de seguir porque le recordaba demasiado a su hija.
Escapó de nuevo a Nueva York, pensando que su vida se había acabado. Un amigo ilustrador le enseñó un cómic de Caperucita perdida por Manhattan. Y los hilos de la literatura y su vida se entrelazaron otra vez, dándole a La Torci una aventura divertida en su búsqueda de la libertad, con un final tan abierto como inquietante.
Y ya no pudo parar de coser. Hilvanó películas, series, cuentos, poemas… Incluso cantó en un espectáculo de canciones gallegas en la Gran Vía. Porque siempre tuvo claro que lo raro es vivir, que la nubosidad es variable. Natural, sociable y divertida: «Siempre he evitado los empleos que pudieran quitarme tiempo para dedicarme a la lectura, a la escritura y a otra de mis pasiones favoritas: el cultivo de la amistad. Los amigos son para mí la cosa más importante del mundo».
Terminó La reina de las nieves quince años después de darle los primeros pespuntes. La remató en los años de la movida madrileña, en un intento de comprender la generación de su hija, a quien dedicó la novela.
Este año se cumplen cien años del nacimiento de Carmen Martín Gaite, la escritora que nos enseñó a tejer la vida despacio, sin encajes ni patrones.
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