Entrevista de Reyes Muñoz
Diego Medrano actúa como si se guiara por el manual secreto del autor temible y con sólo treinta años ha publicado seis títulos y todos con editoriales distintas. Una puta albina colgada del brazo de Francisco Umbral (Ed. Nowtilus) es un buen libro. Es distinto a todo lo que se publica, no está exento de polémica, cuenta con una narrativa fluida y desde la más absoluta sordidez, es adictivo. No sé… creo que pregunté a Medrano y Samuel Lamata -el protagonista- me contestó a las preguntas.
Tu novela ¿es mestiza -mezcla de ensayo y ficción, prosa y poesía, diario y novela, crónica y teatro- o white trash -una bohemia culta, pero al mismo tiempo que pueda blasfemar o beber en cantidad?
El mestizo soy yo, puedo al mismo tiempo insultar al compañero de barra mientras me como cinco bocadillos de calamares. Deberíamos cargarnos todos los géneros puros, te lo digo muy en serio, y comenzar a creer suavemente, enérgicamente, en los susurros y sus metales. Esta novela es un susurro sobre como ser «escritor perpetuo y siempre escritor» en una sociedad donde la literatura es decadencia. Donde el libro compite con todo y es siempre el gran perjudicado de todo el abanico de ocios. Donde los libros mojados huelen como huelen. Yo es que soy un gusano y digo lo que decía Gómez de la Serna: «Nuestros gusanos no serán mariposa». La última bohemia es comprarse un libro que vale quince o veinte euros cuando ya no hay placeres intensos por ese precio. Yo, es que repito constantemente el Canto XVII de La Ilíada donde se dice: «Nada hay más miserable sobre la tierra que el hombre».
¿Quién es la Puta Albina? ¿Maruja Lapoint o el propio texto que has escrito -que cuelga del brazo de Francisco Umbral?
Maruja Lapoint toma su base de un personaje real del Gijón, saturado de polaridades, que en sus grandes borracheras rasgaba con una navaja los lienzos a los pintores más desesperados, aquellos que sólo tenían ese lienzo para comer ese día, o hacía competiciones de menstruación y caracoles. Loca solitaria y loca maravillosa. Encarnó varios personajes de Umbral, que no te voy a decir quiénes son, porque ya lo dijo él y no quiero querellas. Ella vive todavía, aunque en Asturias. Vamos a ver, los que vivimos el lodo como yo lo vivo, o Umbral en sus años de mucho lodo, nos encontramos con que la realidad supera siempre a la ficción. Aquí, en mi novela, hay más autopsia que fantasía o creación literaria. El arte como escudo contra la realidad pero, sí, también como único manantial de la misma. Si no fuese todo tan real, no estaría tan enfermo. Lo que cantaba Lorrain: «Nuestros vicios volverán máscaras nuestros rostros». Ayer me pasé toda la mañana viendo un perrito caniche que paseaba y hablaba en inglés con cierta viejecita adorable e incandescente. Era una viejecita casi como el intermitente de un Ford Fiesta de los de Historias del Kronen.
En la edición 54 del Planeta, Marsé dijo que la obra ganadora dejaba al descubierto «la carpintería literaria». ¿Consideras que dejar al descubierto la carpintería literaria es algo negativo?
La carpintería literaria, como tú dices, es una suerte de antifaz para los que tienen oficio y no vocación. Algo repugnante. Son escritores cuatro horas por la tarde y sin ningún sentido sagrado de la misma escritura. Algo chabacano. Vida y literatura van unidos hasta el delirio en el decadentismo francés, el simbolismo y todo movimiento intenso, de aquellos que pretendían «llevarse la vida por delante». La carpintería literaria, repito, es propia de aquellos que hacen un producto, educan a un público para el mismo y lo venden sistemáticamente. En mis obras no hay tal artefacto, porque en mis obras la vida rezuma. Es la diferencia que hay o habría entre vivir en una casa con quince habitaciones y hacerlo en un garaje. El garaje es todo lo que te digo: no hay habitaciones porque todo él es la habitación misma. Sabes qué le diría a Marsé, un chiste de Woody Allen genial, sutilísimo para este particular: «Lo mejor de la masturbación es el final: los cariñitos». Ja, ja. Sólo la insatisfacción en arte puede llevarnos a un límite que merezca la pena.
Samuel reflexiona sobre la imagen de los autores. ¿Un escritor es una marca, un producto integral?
Pregúntaselo a Doña Rogelia. No lo sé. Hablas de escritores que hablan siempre con la mano detrás, como Doña Rogelia. No es mi caso. No es que se hable de la imagen de otros autores, es que llevas dentro su obra como tumor. Es muy diferente. Casos clínicos como Rimbaud, Kafka, Walser o Artaud. Es como si Doña Rogelia tuviese vida propia, siguiendo con la metáfora, pero la mano que la maneja la llevase dentro y sólo manejase su hígado, por ejemplo. El amor es una enfermedad del hígado. No es que imites una voz o una imagen, ni hagas marca o producto, es que eres calidoscopio y neurosis. El amor es una enfermedad del hígado cirrótico y la polla es el grifo del alma. No olvides.
¿Hacerse rico es lo contrario de tener talento?
El genio hace lo que debe y el talento lo que puede. El ingenio es al talento lo que el instinto a la razón. En cualquier caso, bienaventurado el que tiene talento y dinero, porque siempre empleará bien este último.
¿Cuándo ideaste el libro y cuándo lo escribiste?
Lo ideé en pijama y lo escribí en pijama. Quería hacer un recorrido por los cuartos más oscuros de mi vida. Quería hablar del escritor sórdido, de la sordidez como perfume, de los «perfumes hediondos» de Baudelaire. Quería volver a un escritor romántico, que no tiene un euro y no lo busca. Una cierta épica de la desolación. Quería explicar en un libro cierta frase o receta de Kafka que siempre me ha obsesionado: «A partir de cierto punto no hay retorno, ese es el punto que hay que alcanzar». «La realidad por sí misma no da nada», lo dijo Valery.
Creo que la novela es un diario -de hecho, he mirado varias veces la solapa para verte la cara-. ¿Cuánto hay de autobiográfico y cuanto de esperpento?
Salgo gordísimo, por culpa de la bebida. «Esperpento» es todo lo que no cuento, porque también tengo derecho a una mínima dignidad. Ni lo cuento ni lo contaré ahora. «La bohemia no precisa pancartas», como querían Capote y Tennessee Williams, y yo quizás he hecho una pancarta prodigiosa. «El arte acaba donde empieza la propaganda», como quería Ridruejo, pero también la propaganda es maravillosa. Aunque sea la propaganda de la caca…
«Pienso prender fuego a todo y a todo el mundo (…). Cuando sea más importante que Umbral…», ¿El escritor necesita ser importante… necesita de la obsesión de un Samuel Lamata cualquiera?
¿Prender fuego? Te cuento lo que le preguntó Cocteau a Dalí una noche, seguro responde a tu pregunta. ¿Si se quemase ahora mismo el Museo del Prado, qué obra salvarías?. Dalí se queda pensando y responde sin titubear: «Salvaría el fuego». Yo también, salvaría el fuego. El fuego que luego me comería como un filete o partiría en dos como algunos bombones.