Texto de Amaya Asiain
No son ultra-cuerpos, ni países que «hacen una visita» a otros, ni allegados que abusan de la intimidad ajena. Las especies invasoras son animales y vegetales que, por causas distintas, abandonan su lugar de origen y se instalan en otros ecosistemas, lejos de sus depredadores y enemigos naturales. De esta forma se convierten en los amos y señores de las nuevas zonas que habitan, y ponen en grave peligro a las especies autóctonas: la hormiga argentina, el mejillón cebra o el cangrejo rojo americano son sólo algunos de los animales que llegaron, vieron y… vencieron.
Cada verano, como el tinto con gaseosa, llega una noticia sobre animales que durante días entretiene a periodistas y ciudadanos: la aparición de una especie exótica en las esquinas más prosaicas de la geografía española. Especialmente fecundo en este tipo de apariciones fue el año pasado, aunque todos los meses estivales circulan leyendas sobre animales de otros continentes que están entre nosotros.
El verano de 2003, por ejemplo, se estuvo buscando un cocodrilo en el embalse madrileño de Valmayor. No se encontró nada, por mucho que muchos aseguraran haber visto algo verde y muy grande moviéndose entre los matorrales. Chocó la posibilidad de que un cocodrilo se criara en Madrid, pero pronto se encontró una posible explicación: un particular se había cansado de su exótica mascota y la había soltado en el campo.
El año siguiente, siempre en la Comunidad de Madrid, ya no hubo conjeturas, sino pruebas. Mientras en el pantano de San Juan alguien pescaba una piraña de 14 cm, en Galapagar se paseaba una tortuga carnívora de casi 6 kg. ¿Qué hacían una especie originaria del Amazonas y otra de Florida entre los madrileños?
La explicación es la misma que en el caso del supuesto cocodrilo. Es poco probable, (arriesguémonos: es imposible) que una piraña y una tortuga puedan atravesar por sí mismas el Océano y parte de la Península para instalarse en Madrid. La influencia del hombre parece, por tanto, innegable en ambos casos: la moda de las mascotas exóticas.
Normalmente se trata de especies muy delicadas de las que no se sabe mucho en España. En los casos más graves los dueños tampoco se informan sobre cómo cuidarlas, por lo que en cuanto las mascotas dan problemas se abandonan, o se recurre al Seprona, el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil, que les busca un nuevo hogar entre zoológicos o cuidadores expertos. Si es que llegan a manos de los compradores, porque lo deseable es que los animales exóticos sean decomisados en las aduanas por estar amparados por la Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas de Fauna y Flora Silvestres (CITES) -en vigor desde 1.975 aunque España se adhirió en 1986-.
Este contrabando de especies exóticas y derivados, que incluye marfil, coral y carey, se está convirtiendo en un negocio casi tan lucrativo como el de las drogas. No hay datos exactos, pero se calcula que este comercio puede mover hasta 160.000 millones de euros al año en todo el mundo. Y en la mayoría de los casos provoca desequilibrios no sólo en el lugar de origen, sino también en el lugar al que llegan las especies, convertidas así en «invasoras».
Un ejemplo muy claro en Madrid es el de la cotorra argentina. De un color verde brillante, llegó a España para ser comercializada como mascota. Tiene una gran facilidad para reproducirse y se acostumbra con facilidad a cualquier cambio. Conclusión: entre las que se escaparon, se soltaron y se perdieron, las cotorras argentinas han poblado la Casa de Campo. Y las cigüeñas no encuentran hueco entre la numerosa colonia de cotorras para hacer sus nidos.
El tamaño no es problema a la hora de poner en peligro a una especie autóctona: el cangrejo rojo americano, por ejemplo. Fue introducido en 1974 para fines comerciales a través de pescadores en las marismas del Bajo Guadalquivir y pronto se comprobó que, en cuanto se adaptan, su voracidad acaba con casi todo lo que les rodea. Por si esto fuera poco, son portadores de un hongo que acaba con el cangrejo autóctono, por lo que poco a poco han sustituido prácticamente al cangrejo de río en toda la península.
Muchas de las especies introducidas por el hombre lo son por desconocimiento o por accidente. El mejillón cebra, autóctono de las cuencas del Mar Negro y del Caspio, ha llegado a la Península Ibérica a través de embarcaciones y aparejos de pesca. Desde hace tres años su crecimiento en el Delta del Ebro ha hecho disminuir, entre otras cosas, la cantidad de fitoplancton, por lo que la emblemática perla de río, o almeja del Ebro, está pasando serias dificultades.
El problema es que estas especies, una vez que se han conseguido aclimatar a las nuevas condiciones de vida, no tienen ningún depredador natural, por lo que su crecimiento puede llegar a ser ilimitado.
Se dan además otras situaciones curiosas, como en el caso de la hormiga argentina. Su gran éxito radica en que fuera de su hábitat natural no es agresiva con miembros de su misma especie. Se puede decir que se reconocen como «hermanas» a pesar de pertenecer a hormigueros distintos.
La hormiga argentina se considera una plaga tanto en las ciudades, por razones de higiene, como en el campo, donde establecen una relación simbiótica con cochinillas y pulgones. Las hormigas las defienden de otros depredadores y, a cambio, se alimentan de su secreción. Gracias a la creación de estas grandes comunidades van desplazando a las especies autóctonas: hay hormigas argentinas en 6.000 Km. de costa mediterránea.
¿Qué interés puede tener la desaparición de una especie de hormiga si al final va a ser sustituida por otra? Está demostrado que las hormigas forman un grupo dominante en la mayoría de los ecosistemas en los que viven, tanto por densidad de individuos como por biomasa animal (en algunos bosques tropicales pueden superar el 10% de biomasa animal total); sin olvidar que cada especie tiene su peso dentro de los delicados ecosistemas del planeta.
Aunque siempre ha habido intercambio de especies, tanto animales como vegetales, es ahora cuando estos cambios se están dando en mayor cantidad y con más velocidad, por lo que resulta difícil establecer las consecuencias. Las especies invasoras suponen la segunda causa de pérdida de biodiversidad en el planeta y, por desgracia, no son la única. A esto hay que sumar la aridez del suelo, la industrialización, la humanización, el cambio climático, la contaminación… y, casi siempre, el desconocimiento.