Texto de Reyes Muñoz
Fotografía cortesía de Avalon
Dirección: Julie Cohen, Betsy West
País: 2018. Estados Unidos.
En la era audiovisual hemos visto como personalidades políticas, económicas, judiciales y empresariales se convertían en iconos inesperados. Podemos analizar decenas de casos que van de Barack Obama a Steve Jobs y en España, de Manuela Carmena a Fernando Simón. Tienen en común la pasión que suscitan. Se suele decir aquello de que o los amas o los odias.
Como las banderas, los iconos humanos se convierten en una alfombra superficial bajo la que se entierra la historia que los situó en ese punto. Los odiadores no saben lo que odian y los fanáticos se guían por un par de eslóganes para fundamentar su exaltación. Por ello la fría mirada de periodistas o cineastas se hace reveladora y necesaria. En el caso de RBG, los ojos escrutadores son los de Julie Cohen y Betsy West y el resultado es un documental que narra –sin americanadas– la larguísima y contundente trayectoria profesional y personal de Ruth Bader Ginsburg.
En España la mayoría supimos de ella en 2016 por un desacertado (y muy acertado) comentario acerca de Donald Trump en la campaña previa a las elecciones que lo llevaron a la presidencia: «Es un farsante», dijo entre otras cosas. Las declaraciones se consideraron inapropiadas porque provenían de una jueza de la Corte Suprema, un organismo que siempre había abogado por la imparcialidad de sus miembros en cuestiones presidenciales. Tras aquello, comenzó a rodarse RBG, que en 2018, el año de su estreno, obtuvo nominaciones en los Premios Óscar y en los Bafta. Pero Ruth Bader Ginsburg ya era un icono antes de Trump. Los jóvenes la conocían como “Notorious RBG” y se compraban camisetas con su cara.
El documental se basa en noticias de archivo, en declaraciones de compañeras y compañeros de profesión, periodistas, en la propia intervención de Ruth Bader Ginsburg en programas de los Estados Unidos, en la voz de sus hijos, de su nieta, etcétera. Vemos a la jueza, anciana, haciendo deporte con un entrenador personal, riéndose a carcajadas al ver la imitación de una cómica en el «Saturday Night Live», o mostrando a cámara sus característicos cuellos, con los que sustituyó la corbata para la que estaban preparadas las togas y se convirtieron en un símbolo de su feminismo.
RBG nos presenta a su carismático marido, al que ella agradeció su apoyo vital en el discurso de investidura de la Corte Suprema. Quizás es esta parte la única que chirría en toda la propuesta argumental. Martin Ginsburg fue un apoyo fundamental en el ascenso de la jueza y eso, en los años sesenta –cuando ella comenzó a destacar– no era lo común. Pero sus éxitos se debían a su enorme inteligencia, a su capacidad de trabajo y a la fidelidad a sus principios. ¿Hubiera permanecido Ruth Bader Ginsburg al lado de un acomplejado? ¿Hubiera aceptado una vida a la sombra de un hombre que no hiciera suya su causa? Martin Ginsburg vio antes que nadie quién era su mujer. Ese fue su mérito, no el de apartarse para dejarla crecer.
No se trata de un documental maniqueo, pese a que desde los sectores más reaccionarios tengan más de mil motivos para verlo así. Se basa en hechos puros y constrastados: desde que defendió su primer juicio, Ruth Bader Ginsburg mantuvo un discurso feminista serio, profundo, contundente y sin grietas. RBG nos explica su trayectoria desde el principio, cuando era una abogada rasa que cambió la historia de los derechos civiles y laborales de la mujer en los Estados Unidos, país donde las sentencias crean precedente.
RBG empieza con todas las críticas vertidas sobre la magistrada en las fechas previas a la realización del documental: ataques por su edad, ataques por su feminismo, por su defensa de los valores sociales, etcétera. En España nos suenan, dado que son eslóganes muy parecidos a los proferidos en contra de Manuela Carmena. No fue Cervantes, sino Goethe quien dejó escrito: «Pero sus estridentes ladridos, solo son señal de que cabalgamos». Si las juezas no defendieran una causa grande y justa, nadie hubiera dicho de ellas ni pío.
El documental, por tanto, no esconde la polémica para agrandar el icono. La muestra y lo hace más resoluto. Hasta antes de verlo, sabíamos en este lado del Atlántico que era una mujer mayor –85 años cuando se estrenó el film y 87 cuando falleció–, que pertenecía al ala liberal de la Corte Suprema de los Estados Unidos y que había recibido muchas presiones para que dejara su puesto antes de que Obama abandonara la Casa Blanca. Los críticos demócratas argumentaban que, de esta manera, Obama cubriría su puesto vitalicio con alguien de un perfil similar, mientras que si su fallecimiento se producía en un mandato republicano, los demócratas perderían peso en esta institución. La jueza fue preguntada por ello en el documental y respondió que trabajaría hasta el último momento.
Precisamente, Ruth Bader Ginsburg murió en septiembre de 2020, en los últimos coleteos de la legislatura de Trump, que corrió a buscar una sustituta antes de las elecciones de noviembre y eligió a Amy Coney Barrett. La jueza, sin entrar en valoraciones éticas, religiosas o políticas, se enfrentará a dos grandes sombras, la de su mentor, que genera todo tipo de suspicacias y la de su predecesora, debajo de la cual le resultará muy difícil brillar.
La sensación, tras ver el documental, es que debemos ser guardianas del legado de Ruth Bader Ginsburg, porque, como ya explicaba Lorca en La casa de Bernarda Alba, los muros encierran, pero también hacen que nos sintamos protegidas. No decaigamos ante una supuesta comodidad, no perdamos las libertades adquiridas. Muchas se las debemos a RBG y a su decisión de renunciar a lo cómodo para defender su idea de igualdad.