Texto de Reyes Muñoz
Muy bueno tiene que ser un libro para que, aún basándose en las costumbres y la historia de una cultura célebre por su estanqueidad, se haya convertido en un clásico de la reciente literatura.
El secreto está en su tino para hablar de la incomunicación generacional, y como tal, de la incomprensión de las madres hacia sus hijas y viceversa. En El club de la Buena Estrella las madres son chinas emigradas a San Francisco –con un pasado y unas costumbres– y las hijas son la primera generación de las nacidas en el país occidental. Encontramos dos mundos en dos momentos. La unión se produce cuando Jing-mei es llamada a ocupar el sitio de su madre, recientemente fallecida, en El club de la Buena Estrella, que es la reunión periódica de las ancianas para comer, jugar al mah-jong y hablar. A partir de ahí conocemos la historia de cada una de esas mujeres y de sus hijas.
En lo que se refiere a la narrativa, destaca la capacidad con la que Amy Tan saca a la luz ocho voces distintas –este buen hacer incluye al traductor/a que ha sabido traer esa sensación a nuestro idioma–. Son ocho mujeres con un pasado y un presente que nada tiene que ver, y por lo tanto, con personalidades distintas. Esto, y no la simple concatenación de hechos, es lo que involucra al lector de principio a fin, lo que nos convierte en testigos y no jueces de las historias narradas. Y esto es lo que consigue que las acojamos, una por una, por una suerte de empatía con la imperfección humana. Una maravilla.
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